AbogadosPor FRANZ KAFKA (*)
Traducción: Jordi Rottner
Aún no había seguridad de que yo consiguiera un abogado; tampoco había logrado averiguar nada concreto sobre el asunto. Todos aquellos rostros eran repugnantes; la mayor parte de las personas con las que me encontraba y con las que volvía a cruzarme en los pasillos una y otra vez, parecían viejas gordas; vestían inmensos delantales rayados en blanco y azul que les cubrían por entero el cuerpo; se frotaban el vientre mientras se movían con pesadez de un lado a otro. Ni siquiera podía saber si nos encontrábamos en un palacio de justicia. Había cosas que parecían indicarlo así; muchas otras lo negaban. Pero sobre todos estos detalles, lo que más me recordaba a un tribunal era un estruendo que se oía a lo lejos sin cesar; imposible decir de qué dirección provenía; saturaba a tal punto todos los ambientes, que aparentemente procedía de todos lados; o, para ser más exacto todavía, era como si el lugar donde uno se encontrara, fuera el verdadero origen de aquel estruendo; pero con certeza, aquello era una ilusión, pues el rumor nacía a lo lejos. Esos pasillos estrechos, de sencillas bóvedas, cuyo recorrido era ligeramente sinuoso, surcado por altas puertas apenas decoradas, parecían creados para un profundo silencio; eran los pasillos de un museo o de una biblioteca. Pero si esto no era un tribunal, ¿por qué buscaba yo aquí a un abogado? Porque lo buscaba por todas partes; después de todo, en todas partes es necesario; se lo necesita más fuera de un tribunal que dentro de él, pues se supone que el tribunal dicta su sentencia según la ley. La vida sería imposible si se admitiera que aquí se procede con injusticia o basándose en datos superfluos; hay que confiar en que el tribunal deje su acción a la majestad de la ley misma: acusación, defensa y sentencia; la intervención aquí de una persona en forma individual sería un sacrilegio. Otra cosa muy distinta es la que respecta a la circunstancia de una sentencia; ésta se fundamenta en testimonios de familiares y extraños, amigos, y enemigos, en privado y en público, en la ciudad y en el campo; en síntesis en todas partes. Un abogado es aquí imprescindible; no, muchos abogados, los mejores, formando una hilera, una muralla viviente, pues los abogados son lentos por naturaleza en cambio los fiscales, esos zorros astutos, esas sagaces comadrejas, esos ratoncitos invisibles, se cuelan por los recovecos, se escabullen entre las piernas de los abogados. ¡Cuidado! Pues por eso estoy aquí; por coleccionar abogados. Pero todavía no he encontrado ninguno; sólo estas viejas gordas que van y vienen, siempre igual; de no haberme empeñado en la búsqueda, ya me habría dormido. No me encuentro en el lugar adecuado; por desgracia no puedo sustraerme a la impresión de no estar en el lugar apropiado. Debería encontrarme en un lugar donde se reuniera gente de toda clase, de distintas comarcas, estados y profesiones, de diversas edades; debería poder escoger esmeradamente entre la multitud, a los eficientes, a los amables, a aquellos que tienen una mirada para mí. Para esto posiblemente sería lo mejor una gran feria anual. En cambio, me arrastro por estos pasillos donde sólo puedo ver a estas viejas, y sólo a algunas, siempre las mismas, y aun a estas pocas, a pesar de su lentitud, no logro detenerlas, se me escabullen, flotan como nubes cargadas de lluvia, totalmente empeñadas en ocupaciones extrañas. ¿Por que entro a ciegas en un edificio, sin leer la inscripción sobre el pórtico, y me deslizo inmediatamente en los pasillos tan obstinadamente, que el recordar que alguna vez estuve afuera, ante el pórtico, se vuelve imposible? Ya ni siquiera recuerdo haber subido las escaleras. Sin embargo no puedo volver atrás; esta pérdida de tiempo, el darme cuenta del error que cometí me sería insoportable. ¿Cómo desandar las escaleras de esta vida breve, presurosa, acompañada de un estruendo que no cesa? Imposible. El tiempo que se te ha acordado es tan corto, que si pierdes un segundo pierdes tu vida entera; porque sólo es tan larga como el tiempo que pierdes. Si has comenzado, pues, un camino, sigue adelante en cualquier circunstancia: sólo puedes ganar; no corres ningún peligro; quizás al fin caigas, pero si al dar los primeros pasos te hubieras arrepentido y bajado la escalera, te habrías despenado desde el comienzo mismo; y esto no sólo es probable sino seguro. Si no hallas nada detrás de las puertas, hay otros pisos; si no encuentras nada arriba, no importa; continúa subiendo. Mientras no dejes de subir no terminarán los escalones; bajo tus pasos ascendentes, ellos crecen hacia lo alto.
(*) Franz Kafka nació en Praga en 1883, y murió en el sanatorio de Kierling, cerca de Viena, en 1924. De familia judía, se adhirió al sionismo y proyectó un viaje a Palestina que no llegó a realizar. En la Universidad de Praga estudió derecho, y en 1906 obtuvo el doctorado en dicha especialidad. Hasta 1908 trabajó en la carrera judicial. Posteriormente se empleó en una compañía de seguros, trabajo en el que permaneció hasta 1917, fecha en que la tuberculosis le obligó a ausencias intermitentes, hasta que en 1922 tuvo que abandonar definitivamente el trabajo. Desde 1908 hasta 1913 viajó por Italia, Francia, Alemania, y Austria.
Sus obras manifiestan con lucidez y maestría la perversidad de la burocracia, las limitaciones de la comunicación humana y, en suma, el absurdo de la existencia y su supuesto orden, organización, y sentido.
Obras: Consideraciones (1913), La metamorfosis (1916), La sentencia (1916), La colonia penitenciaria (1919), Un médico Rural (1919), libro de relatos, Carta al padre (1919), Un artista del Hambre (1924). Escribió tres novelas inacabadas, El Proceso (1925), El Castillo (1926), y América (1927). Se suman a su producción La muralla China (1931) y Diario 1910-23 (1927). Póstumamente se publicaron las cartas escritas a su traductora checa Milena Jasenka: Cartas a Milena.
martes, 1 de mayo de 2007
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