El LIBRO DEL FANTASMA
El extraño idioma de Kampung Sebula
A finales de la década de 1950, el profesor George Ferguson daba clases particulares de inglés en su modesto departamento de la calle Fray Cayetano. Tenía una reputación de excéntrico que descansaba menos en una conducta atípica que en su elevada estatura.
Los vecinos aseguraban que el hombre era capaz de conversar en veinticinco idiomas, y el mismo Ferguson se encargaba de fomentar esa idea mediante el uso de saludos y frases de cortesía, mayormente en italiano. Pero al margen del fácil asombro de las viejas del barrio, sus discípulos estaban convencidos de que era un genio.
El presente trabajo se basa en noticias que aportaron dos de sus alumnos, los hermanos Daniel y Humberto Giangrante. Estos jóvenes, cuya aguda inteligencia no tardaremos en ovacionar, notaron que el profesor los despedía siempre con unas palabras que no parecían pertenecer al idioma inglés: reser fatino propisee. Un día se atrevieron a preguntar el significado de la frase. Ferguson reveló que aquello no era otra cosa que un saludo bastante usual en el idioma sebulés, una lengua que se hablaba en Kampung Sebula, una región al norte de la isla de Natuna Besar, en el mar de la China. La traducción literal era algo parecido a sea el destino propicio a nuestro reencuentro.
Mitad por curiosidad y mitad por eludir los rigores del estudio, los hermanos Giangrante tomaron por costumbre interrogar a Ferguson acerca de la extraña lengua de Kampung Sebula. El profesor no se negaba jamás y se entusiasmaba contando su juventud en aquellas regiones e ilustrando los episodios con explicaciones filológicas que se prolongaban muchas veces hasta el final de la clase.
Al cabo de algunos años, Daniel y Humberto Giangrante dominaban mejor el sebulés que el idioma que habían pensado estudiar. Llegaron a tomar someros apuntes que sirven hoy como soporte de esta monografía.
Al parecer, la lengua en cuestión registra influencias del neerlandés, el indonesio bahasa, el chino, el javanés, el castellano y el inglés. Ferguson sostenía que era el idioma más complejo del mundo. La principal dificultad estaba en el pensamiento mismo de los lugareños, casi incapaces de concebir ideas abstractas. Sus mentes se resistían a desligar. Cada objeto era pensado sin separarlo de sus circunstancias.
En aquella región, palabras distintas designan a un mismo objeto en sus diferentes relaciones. La cama ocupada se menta con un vocablo (letork); la cama vacía, con otro (kabrera) y no comparten ambas palabras una raíz visible: el idioma sebulés no registra una vinculación lógica entre el concepto de cama y las situaciones adjetivas. Sin embargo, la concurrencia de dos o más partes de la oración en una misma palabra es bastante frecuente en las lenguas más toscas.
Otra dificultad: una misma cosa es aludida con sonidos que son diferentes según quien hable. Escuela es laborek para un niño, tus para un adulto, lemb - que es también recuerdo - para un viejo.
Conjugaciones, declinaciones y casos varían según la edad, el sexo, la posición social y el color del pelo del hablante. Nada cuesta pensar que el tiempo, el progreso y las tinturas implican ciertamente un cambio de lenguaje. Además, cabe imaginar que es indispensable conocer todos los idiomas para poder relacionarse adecuadamente en Kampung Sebula.
El más sencillo de los sublenguajes era el de las mujeres solteras, de vocablos escasísimos, según explicaba Ferguson, porque los lugareños consideraban la ignorancia casi una virtud.
A principios de siglo, la lengua de los pelirrojos estaba casi extinguida, o mejor dicho, casi no había pelirrojos en la isla.
Sólo los maestros podían hablar idiomas ajenos a su condición. Fuera de estos casos la usurpación lingüística era castigada severamente. El profesor Ferguson reveló confidencialmente a los hermanos Giangrante que en ciertos cafetines de mala muerte existían hombres que hablaban el idioma de las mujeres. El nombre que se daba a estos sujetos variaba conforme al régimen ya expuesto.
Los pronombres personales usados para las conjugaciones significaban lo siguiente: yo, tú, él, ella, nosotros, nosotras, vosotros, vosotras, pocos, casi nadie, ellos, ellas, la mitad de mí mismo, el señor gobernador.
Curiosa es la función de la palabra ué, que sirve para indicar que la siguiente frase consigna una falsedad. De la misma manera ueué convierte en falso todo lo que se dice a continuación, sin otro límite que la aparición de la palabra nonset, que anuncia la finalización de la mentira. Los hermanos Giangrante preguntaron que sucedía cuando el vocablo ué se presentaba en medio de una frase ya declarada falsa por un ué anterior. Ferguson se tomó un día para responder. Después declaró que el segundo ué debía ser tomado como una promesa de veracidad, y el tercero como un retorno a la mentira, de suerte que un número impar de advertencias era garantía de falsedad y un número par lo era de exactitud.
Con el tiempo los dialectos de Kampung Sebula se fueron multiplicando, en virtud de la movilidad social y de la inevitable superposición de jerarquías: un soltero puede ser también un viejo y morocho. Algunos espíritus nacionalistas intentaron imponer una lengua general, con el resultado de que se convirtiera esta en una jerga más. Debe aclararse que la escritura sebulesa, como la china, posibilitaba por su carácter pictográfico el entendimiento entre personas de diferentes categorías: casa era masong para el anciano, kosmo para el niño, ué para el vagabundo, pero siempre se escribía dibujando una casa. Ferguson sostenía que la ausencia de algunos vocablos de la lengua sebulesa obedecía a la dificultad existente para dibujarlos. Los hermanos Giangrante dudaron de esta afirmación.
Los gestos no sólo enfatizaban, sino que completaban el sentido de la lengua hablada. La mano derecha apoyada en el hombro izquierdo indicaba pretérito. La mano en la frente, el subjuntivo. La mano extendida hacia delante, el futuro. La palabra sebulesa norm significa al mismo tiempo manco y mudo.
El lenguaje poético estaba completamente separado del idioma cotidiano. Las palabras estaban destinadas a facilitar la rima: todas terminaban en ero o ajo. Por lo demás, las metáforas ya venían hechas. Ojo y lucero eran la misma palabra, como también lo eran piel y pétalo, estrella y diamante, frío y desdén, perla y diente, desgracia y orín de perro. Existía para cada frase un segundo sentido, perfectamente explícito, al que recurrían los poetas, o mejor dicho, los empleados que se encargaban de la poesía.
El profesor George Ferguson murió en 1963. Los hermanos Daniel y Humberto Giangarte prometieron al despedir sus restos seguir aprendiendo el sebulés y visitar la isla de Natuna Besar, en cuya región septentrional se hallaba la ciudad de Kampung Sebula. En lo primero no pudieron perseverar demasiado. Entre los libros y papeles de Ferguson no hallaron ni siquiera uno que se relacionara con el lenguaje múltiple, a no ser una serie de aparentes pictografías que al fin vinieron a revelarse como obra de un sobrino del profesor. A pesar de esta frustración, los hermanos Giangrante consideraron que sus conocimientos y vocabulario les permitiría hacer pie en Kampung Sebula y empezaron a ahorrar para el viaje.
En enero de 1970, después de un viaje agotador, llegaron a la región. Al ver a un policía se dirigieron a él en la lengua de los servidores públicos: - ¿Dove hotel loca?
El vigilante no entendió absolutamente nada. Intentaron con otras personas utilizando todas las variantes que conocían. Pero no obtuvieron ni siquiera una respuesta. Encendieron la radio y lamentaron no haber prestado atención al curso de inglés de Ferguson, pues todas las canciones estaban en ese idioma. Buscaron algunos lugares que el profesor había evocado en las tardes de la calle Fray Cayetano: el salón donde atendían prostitutas filosóficas; la calle He-ling, en la que era obligatorio besarse; el bar Gambrinus, donde los mozos se suicidaban si el cliente no estaba satisfecho.
Al ver que nadie comprendía el sebulés, los hermanos Giangrante dieron en pensar que tal vez la lengua se había ramificado hasta existir tantos idiomas como personas. Sin embargo, un marinero argentino les aseguró que allí se hablaba el indonesio o el inglés y que las palabras eran más o menos las mismas para todo el mundo.
Los Giangrante sintieron crecer en su interior una ominosa sospecha: ¿acaso el profesor Ferguson se había burlado de ellos? ¿Habían perdido su juventud estudiando un idioma inexistente, inventado por un borracho1?
Las noticias sobre los hermanos llegan apenas hasta aquí. Algunos dicen que fueron detenidos vaya a saber por qué delito y que están sepultados en un manicomio de Kampung Sebula tratando de congraciarse con los enfermos hablándoles en el idioma de los trabajadores de la salud, que es el mismo de los locos.
1.- El profesor Ferguson en verdad no bebía.
Instrucciones para abrir el paquete de jabón Sunlight
(Trabajo realizado por Manuel Mandeb por encargo de la agencia de publicidad Vivencia.)
1) Busque la flecha indicadora.
2) Presione con el dedo pulgar hasta que el cartón del envase ceda.
3) Disimule. Soy un joven escritor que no tiene ocasión que esta de conectarse con las muchedumbres. Usted finja que sigue abriendo este estúpido paquete y yo le diré algunas verdades.
4) Los vendedores de elixir nos convidan todos los días a olvidar las penas y mantener jubiloso el ánimo. El Pensamiento Oficial del Mundo ha decidido que una persona alegre es preferible a una triste.
5) La medicina aconseja cosmovisiones optimistas por creerlas más saludables. Al parecer, la verdad perjudica la función hepática.
6) Viene gente. Siga la línea de puntos indicada por la flecha.
7) Escuche bien porque tenemos poco tiempo: la tristeza es la única actitud posible que los compradores de este jabón pueden adoptar ante un universo que no se les acomoda. Toda alegría no es más que un olvido momentáneo de la tragedia esencial de la vida. Puede uno reírse del cuento de los supositorios, pero este es apenas un descanso en el camino. Uno juega, retoza y refiere historias picarescas, solamente para no recordar que ha de morirse. Ese es el sentido original de la palabra diversión: apartar, desviar, llamar la atención hacia una cosa que no es la principal.
8) Conversar acerca de estos asuntos es considerado de la peor educación. Los comerciantes se escandalizan, las personas optimistas huyen despavoridas, los maximalistas declaran que la angustia ante la muerte es un entretenimiento burgués y los escritores comprometidos gritan que la preocupación metafísica es literatura de evasión. Al respecto, mientras le recomiendo que no deje el paquete de jabón al alcance de los niños, le juro que todo lo que se escribe es de evasión, menos la metafísica: las noticias políticas, los libros de sociología, los horarios del ferrocarril, los estudios sobre las reservas de petróleo, no hacen más que apartarnos del tema central, que es la muerte.
9) Calcule 100 gr de jabón por cada kilo de ropa sucia.
10) Cuanto más inteligente, profunda y sensible es una persona, más probabilidades tiene de cruzarse con la tristeza. Por eso, las exhortaciones a la alegría suelen proponer la interrupción del pensamiento: "es mejor no pensar..." Casi todos los aparatos y artificios que el hombre ha inventado para producir alegría suspenden toda reflexión: la pirotecnia, la música bailable, las cantinas de la Boca, el metegol, los concursos de la televisión, las kermeses.
11) Separe la ropa blanca de la ropa de color. Y entienda que la tristeza tiene más fuerza que la alegría: un hombre recibe dos noticias, una buena y una mala. Supongamos que ha acertado en la quiniela y se ha muerto su hermana. Si el hombre no es un canalla, prevalecerá la tristeza. El premio no lo consolará de la desgracia. Byron decía que el recuerdo de una dicha pasada es triste, mientras que el recuerdo de un pesar sigue siendo pesaroso.
12) No mezcle este jabón con otros productos y no haga caso de los sofistas risueños. Tarde o temprano alguien le dirá: "Si un problema tiene solución, no vale la pena preocuparse. Y si no la tiene, ¿qué se gana con la preocupación?" Confunde esta gente las arduas cuestiones de la vida con las palabras cruzadas. La soledad, la angustia, el desencuentro y la injusticia no son problemas sino tragedias, y no es que uno se preocupe sino que se desespera.
Lloraba Solón la muerte de su hijo.
Un amigo se le acerca y dice:
- ¿Por qué lloras, si sabes que es inútil?
- Por eso - contestó Solón - porque sé que es inútil.
13) No está mal ser triste, señora. El que se entristece se humilla, se rebaja, abandona el orgullo. Quien está triste se ensimisma, piensa. La tristeza es hija y madre de la meditación. Participe del concurso "Vacaciones Sunlight" enviando este cupón por correo.
14) Ahora que se fue el jabonero, aprovecharé para confesarle que suelo elegir a mis amigos entre la gente triste. Y no vaya a creer el ama de casa Sunlight que nuestras reuniones consisten en charlas lacrimógenas. Nada de eso: concurrimos a bailongos atorrantes, amanecemos en lugares desconocidos, cantamos canciones puercas, nos enamoramos de mujeres desvergonzadas que revolean el escote y hacemos sonar los timbres de las casas para luego darnos a la fuga. Los muchachos tristes nos reímos mucho, le aseguro. Pero eso sí: a veces, mientras corremos entre carcajadas, perseguidos por víctimas de nuestras ingeniosas bromas, necesitamos ver un gesto sombrío y fraternal en el amigo que marcha a nuestro lado. En el gesto noble que lo salva a uno para siempre. Es el gesto que significa "atención, muchachos, que no me he olvidado de nada".
NOTA: Las instrucciones para abrir el paquete de jabón Sunlight fueron rechazadas.
Arena
Los paganos admitían la existencia de divinidades toscas, imperfectas, chapuceras. Los dioses no sólo estaban sujetos a toda clase de vaivenes éticos sino que también cometían numerosos errores en el ejercicio de su profesión: creaban universos endebles, se dejaban engañar por los humanos, desconocían el futuro, fallaban en sus cálculos.
Las grandes religiones monoteístas acuñaron la idea de la infalibilidad divina, de un poder sin grietas.
No es nuestro próposito ejercitarnos ociosamente en la lógica para entretenernos con esas paradojas que tanto divertían a los gandules agnósticos. Ahorraremos al lector la modesta perplejidad de pensar si Dios es capaz de crear un objeto tan pesado que Él mismo no pueda levantar.
Sin embargo, la historia de la arena comienza con una distracción de un Dios omnipotente.
Las tradiciones islámicas dicen que, habiendo finalizado la creación, el Señor advirtió que faltaba la arena. Grave defecto, si bien se mira. Los hombres estarían privados de la deliciosa voluptuosidad que sienten al caminar junto a los mares. El fondo de los ríos sería siempre ríspido, los arquitectos carecerían de un material indispensable, los caminos no podrían suavizarse, las huellas de los enamorados serían invisibles. Dispuesto a remediar su olvido, Dios envió al arcángel Gabriel con una enorme bolsa de arena a que la desparramara allí donde fuera necesario.
Pero el Enemigo trabaja siempre para estropear la obra divina.
Mientras Gabriel volaba con su carga inconcebible, el diablo le agujereó la bolsa. Esto sucedió exactamente sobre la región que hoy es Arabia. Casi toda la arena se volcó en ese lugar, de modo tal que las nueve décimas partes del país quedaron convertidas para siempre en un desierto.
Advertido de esta catástrofe, Dios resolvió ofrecer a los árabes algunos dones compensatorios.
Les dio un cielo lleno de estrellas como no hay otro, para que miraran siempre hacia lo alto.
Les dio el turbante, que bajo el sol del desierto es mucho más valioso que una corona.
Les dio la tienda, que es mejor que un palacio.
Les dio la espada. Les dio el camello. Les dio el caballo.
Y les dio algo más precioso que todas las otras cosas juntas: la palabra, el oro de los árabes. Otros pueblos modelan en la piedra o los metales. Los árabes modelan en el verbo.
El poeta (el chair) es sacerdote, juez, médico, jefe. El poeta es poderoso: puede traer alegría, tristeza, encono. Puede desencadenar la venganza y la guerra. Puede matar con la palabra.
Los errores de Dios, como los de los grandes artistas, como los de los verdaderos enamorados, desencadenan tantas reparaciones felices que cabe desearlos.
El arte de la ausencia
En el teatro oriental, sucede en ciertos momentos que un solo actor canta o baila y los demás permanecen sentados de espaldas al público. Kameko Kichiazemon, un famoso actor de kabuki del siglo XVIII, escribió que no era conveniente que el actor se relajara ni aún en la más pasiva de las situaciones. "Cuando estoy sentado ejecuto toda la danza en mi mente. Si no lo hiciste, la vista de mi espalda aburriría al espectador".
En occidente, las virtudes teatrales de la omisión fueron ejercidas del modo más sublime por el ya legendario Ian Wilenski. Como todos sabemos, este artista continuaba desarrollando su energía actoral aún cuando su personaje no estuviera en el escenario. A decir verdad, era precisamente en esos momentos de ausencia cuando Wilenski hacía notar su increíble capacidad de no expresar.
Sus comienzos en la compañía del director Enrique Argenti no fueron muy prometedores. Se destacaba, eso sí, por su extraordinaria concentración: si tenía que disparar una flecha en el tercer acto, su arco ya estaba tenso una hora antes de la función; si moría en el primer acto, no había forma de hacerlo reaccionar hasta que los serenos que cuidaban el teatro lo arrojaban afuera.
En 1957, un crítico se refirió a su actuación diciendo que el público no veía la hora de que Wilenski se fuera del escenario. Los amigos del actor no lograron convencerlo de que el dictamen estaba referido a la fuerte impresión que dejaba la ausencia de su personaje.
Después llegó la consagración. Los principales teatros se disputaban su participación para encarnar personajes que ya se habían ido o que todavía no habían llegado. Algunas veces, ni siquiera aparecían en escena. Eran sus interpretaciones predilectas. Pasaba largas horas maquillándose y encargaba costosos vestuarios. Los espectadores lo ovacionábamos cada vez que un actor nombraba al personaje ausente. Con el tiempo, Wilenski empezó a exigir que tales menciones fueran más frecuentes. Al terminar la función, todos aplaudíamos de pie y él agradecía inclinándose oculto detrás de la coulisse.
Su mayor éxito fue sin duda Esperando a Godot. Lamentablemente, una enfermedad lo mantuvo en cama largos meses y debió ser reemplazado por Luis Pisano, un joven inexperto que el público no aceptó jamás.
Hay que reconocer que la fama lo alteró. Sabedor del brillo de sus ausencias, procedió a ejercerlas en su vida personal. Se hacía invitar a todas las fiestas del ambiente, solamente para no ir. En su casa, casi nunca lo veían. Sin embargo, la inasistencia absoluta es imposible. Uno siempre está en alguna parte.
El actor se rebelaba ante esta realidad y procuraba atenuar al máximo los efectos de su presencia. Empleaba toda su energía en omitirse. Durante algunas reuniones solía discutirse si Wilenski estaba o no estaba. Tales dudas, lamentablemente, invadieron su propio espíritu. Los parroquianos del bar "La Fragata" cuentan que algunas noches entraba con andar sigiloso y preguntaba a todos si no lo habían visto.
Siguió representando papeles de ausente, cada vez con más éxito y con más eficacia. Ya no solamente no podíamos verlo los espectadores, sino que ni siquiera sus compañeros de elenco alcanzaban a cruzárselo. Lidia Moreno, una actriz que fue su compañera durante diez años, confesó en una entrevista radial que nunca lo había visto. A decir verdad, sólo los viejos actores conservaban un recuerdo personal de Wilenski.
La compañía de Enrique Argenti siguió anunciando en los programas la participación del genial artista. En 1979, un periodista suspicaz pretendió acusar a Argenti de haber despedido a Wilenski años atrás, para ahorrarse los altos sueldos que el actor cobraba. Pero el público no creyó en tales denuncias. Sus admiradores continuamos llenando las salas.
Acostumbrados como estábamos a no verlo, ni nos dimos cuenta cuando se retiró. En 1992 le hicimos un homenaje. Nunca supimos si vino.
Adivinanzas
Hace muchos siglos, en los tiempos de la dinastía Sung, andaban por la ciudad de Hang-cheu los inventores de adivinanzas. Se sabe que todos vestían del mismo color, pero se discute cuál era ese color. Solían caminar por los jardines que estaban más allá de las murallas, o por la orilla de los canales, o por el barrio de los actores.
Todos conocían sus procedimientos: se jugaba por dinero. La honestidad de estos hombres era proverbial. Jamás se negaban a pagar cuando alguien daba con la solución de sus enigmas. De entre todos los artistas ambulantes, los inventores de adivinanzas eran los preferidos de las muchedumbres. Convocaban más curiosos que los acróbatas, los amaestradores de peces o los remontadores de barriletes.
Según se dice, las adivinanzas eran siempre distintas y jamás volvían a usarse una vez que alguien las resolvía. Los estudiosos pretenden reconocer distintas técnicas en la formulación de acertijos. La más usual consistía en la descripción concreta de una cosa que en lenguaje metafórico resultaba ser otra. El legendario Wang-li acuñó durante su vida alrededor de setenta mil adivinanzas obscenas cuya respuesta era siempre la misma.
La preferida del maestro Hsu-t'ang Chih-yu puede escribirse así:
Tiene patas, pero no es un pez. Tiene dientes, pero no es un gusano. Es insignificante, pero no es el emperador.
La respuesta, Li, el vendedor de limones, es imprevisible pero no inevitable.
Los emperadores solían favorecer a estos ingeniosos peregrinos instalándolos en la corte. Allí permanecían largos períodos, disfrutando del lujo y la molicie. Casi todas las mañanas el emperador se hacía formular una adivinanza. Hay que admitir que se trataba de una situación delicada, pues un enigma que el emperador no pudiera resolver trastornaba ciertamente las leyes de la naturaleza. para evitar catástrofes, los inventores ideaban misterios sencillos o - mejor aún - daban por buena cualquier respuesta imperial. Durante siglos, fue señal de cautela en la China el contestar una indagatoria con la fórmula: "aquello que al emperador pluguiere".
El dato más curioso es el que se anota a continuación: cada vez que alguien adivinaba, los formuladores saltaban de gozo y daban muestras de la más sincera alegría. No les importaba perder una moneda, si a cambio recibían el halago de ser comprendidos. Esta alegría era mayor cuanto más difícil era la adivinanza.
Aristóteles decía, o se olvidó de decir, que la vida del entendimiento es la vida más dichosa a la que el hombre puede aspirar.
Wang-li, en el prólogo de Libro de las Adivinanzas Obscenas, escribió: "La adivinanza, el enigma, la prueba o el examen no se proponen dejar afuera al peregrino, sino hacer que entre mejor de lo que era. La puerta de la nobleza es difícil de abrir, pero no se abre. Sólo las puertas de los tiranos son inexpugnables."
Con la llegada de los mongoles, la estrella de los inventores de adivinanzas se fue apagando. Ya en tiempos de decadencia, los últimos formuladores reducían al mínimo las dificultades: Brillo redondo soy de tus noches. Algunos enigmas ya venían resueltos: ¿Qué es una cosa que brilla en el cielo y que se llama Luna?
Según el maestro Yin-yüan Lung-ch'i, todo idioma es una colección de adivinanzas, ya que las palabras sustituyen a las cosas y los enigmas son sustituciones. Algunos hablan de la adivinanza de Tzu-fu. Los maestros del Zen creían que la recompensa por su adecuada resolución era nada menos que la comprensión cabal del sentido del universo. Su formulación usual era: Tres, dos uno, dime, adivinador, cuál es el sentido del mundo.
Carreras secretas
La teoría según la cual todos los objetos del universo se influyen mutuamente, aun más allá de la casualidad y el silogismo, ha sido sostenida por muchas civilizaciones.
Se sabe que la visión de un meteorito asegura el cumplimiento de un anhelo. La incompetencia de los emperadores chinos produce terremotos. El futuro imprime advertencias en las entrañas de las aves.
La adecuada pronunciación de una palabra puede destruir el mundo.
Yo, desde chico, he participado - sin admitirlo - de estas convicciones. Con toda frecuencia, me imponía sencillas maniobras y preveía unas módicas sanciones para el caso de su incumplimiento. Antes de acostarme, cerraba las puertas de los roperos, sabiendo que si no lo hacía debería soportar pesadillas. Bajaba de la cama con el pie derecho. Evitaba pisar baldosas celestes. Al interrumpir la lectura, cuidaba de hacerlo en una palabra terminada en ese.
Los castigos que imaginaba eran al principio leves. Pero después empecé a jugar fuerte. Si me cortaba las uñas por las noches, mi madre moriría; si hablaba con un japonés, quedaría mudo; si no alcanzaba a tocar las ramas de algunos árboles, dejaría de caminar para siempre.
Este repertorio legislativo fue creciendo con el tiempo y al llegar a mi adolescencia, mi vida transcurría en medio de una intrincada red de obligaciones y prohibiciones, a menudo contradictorias.
Todo se hizo más simple - más dramático - cuando descubrí las carreras secretas.
Describiré sus reglas. Se trata de elegir en la calle a una persona de caminar ágil y proponerse alcanzarla antes de llegar a un punto establecido. Está rigurosamente prohibido correr.
Antes del comienzo de cada justa, se deciden las recompensas y penalidades; si llego a la esquina antes que el pelado, aprobaré el examen de lingüística.
Durante largos años, competí sin perder jamás. Me asistía una ventaja decisiva: mis adversarios no estaban enterados de su participación y por lo tanto, casi no oponían resistencia. Obtuve premios fabulosos. En Constitución, me aseguré vivir más de noventa años. En la calle Solís, garanticé la prosperidad de mis familiares y amigos. En el subterráneo de Palermo, por escaso margen, logré que dios existiera.
Tantas victorias me volvieron imprudente. Cada vez elegía rivales más difíciles de alcanzar. Cada vez los castigos que me prometía eran más horrorosos.
Una tarde, al bajar del tren en Retiro, puse mis ojos en un marinero que marchaba a unos veinte pasos delante de mí. Me hice el propósito de alcanzarlo antes de la puerta del andén.
Con el coraje y la generosidad que suelen ser hijos del aburrimiento, resolví jugármelo todo. Una vida feliz, si ganaba. Una existencia mezquina, si perdía. Y como una compadreada final, me vacié los bolsillos: aposté el amor de la mujer deseada.
Apuré la marcha. Poco a poco fui acortando las ventajas que el joven me llevaba. Las dificultades comenzaron pronto: un familión me cerró el camino y perdí unos segundos preciosos. Al borde del ridículo, ensayé el más veloz de los pasos gimnásticos. El infierno me envió unos changadores en sentido contrario. Después tuve que eludir a unas colegialas que se divertían empujándose. La carrera estaba difícil, tuve miedo.
Ya cerca de la meta, conseguí ponerme a la par del marinero.
Lo miré y descubrí algo escalofriante: él también competía. Y no estaba dispuesto a dejarse vencer. Había en sus ojos un desafío y una determinación que me llenaron de espanto.
En los últimos metros, perdimos toda compostura. Pedíamos permiso a los gritos y sin el menor pudor, empujábamos a cualquiera. Pensé en la mujer que amaba y estuve al borde del sollozo. En el último instante, cuando ya parecía perdido, una reserva misteriosa de fortaleza y valor me permitió cruzar la puerta con lo que yo creí una ínfima ventaja.
Sentí alivio y felicidad. Pensé que aquella misma noche mis sueños amorosos empezarían a cumplirse. No pude reprimir un ademán de victoria. Alcé los brazos y miré al cielo. Después, como en un gesto de cortesía, busqué al marinero. Lo que vi me llenó de perplejidad. También él festejaba con unos saltitos ridículos. Por un instante nos miramos y hubo entre nosotros un no expresado litigio.
Era evidente que aquel hombre creía haberme ganado. Sin embargo, yo estaba seguro de haberle sacado, al menos, una baldosa.
Entonces dudé. ¿Había calculado bien? ¿Cuál sería el procedimiento legal en estos casos? Desde luego, no me atreví a con el marinero. Me alejé confundido y pensé que pronto conocería el veredicto. Una vida dichosa, un amor correspondido, darían fe de mi triunfo. La suerte aciaga, el rechazo terco, me harían comprender la derrota.
Pasaron los años y nunca supe si en verdad gané aquella carrera. Muchas veces fui afortunado, muchas otras conocí la desdicha.
La mujer de mis sueños me aceptó y rechazó sucesivamente.
Todas las noches pienso en buscar a aquel marinero y preguntarle cómo lo trata la suerte. Solamente él tiene la respuesta acerca de la exacta naturaleza de mi destino. Quizá, en alguna parte, también él me esté buscando.
Me niego a considerar una posibilidad que algunos amigos me han señalado: la inoperancia de los triunfos o derrotas obtenidos en carreras secretas.
Margaritas
Las margaritas tienen - como se sabe - la prodigiosa facultad de responder a consultas amorosas.
El enamorado curioso debe apoderarse de una margarita cualquiera. Acto seguido, pensará en aquella persona cuya disposición deseare conocer. Luego, arrancará los pétalos de una flor uno a uno. A cada pétalo corresponderá un dictamen recitado en voz alta.
Me quiere mucho, para el primero; poquito, para el segundo; nada en el tercero.
Allí termina la exigua serie de resultados posibles, que deberá reiniciarse una y otra vez hasta llegar al último pétalo: la elocución que a éste correspondiere, será la respuesta oracular de la flor.
Tal respuesta es infalible y señala una inapelable verdad, salvo que - como sucede con frecuencia - se haya cometido el más mínimo error en los procedimientos.
Aplicando a este trío de revelaciones las leyes de la divisibilidad, el enamorado metódico podría calcular sus probabilidades.
Cuando el número de los pétalos es múltiplo de tres, la respuesta es nada.
Si al número de pétalos le falta uno para llegar a ser múltiplo de tres, la respuesta es poquito.
Si le sobra uno, la respuesta es mucho.
Algunos pretenden que las respuestas posibles son en realidad cuatro. Convierten el informe me quiere mucho, en dos respuestas diferentes:
A) me quiere.
B) mucho.
Esta astucia reduce la posibilidad de nada de un treinta y tres a un veinticinco por ciento.
Es imposible negar que entre el amor que sienten las personas y la morfología de estas flores existe un nexo inconmovible.
Pero admitido el vínculo, no hay acuerdo para explicar su naturaleza. Examinemos algunas teorías.
1) La flor influye sobre la persona en quien piensa el consultante: el número de pétalos impulsa a quien es pensado a amar mucho, poquito o nada al que deshoja.
2) La persona pensada influye sobre la flor: la margarita adecua el número de sus pétalos a la intensidad de los sentimientos indagados.
3) Todo está escrito y el suplicante elegirá sólo aquellas margaritas cuyo número de pétalos asegure una respuesta exacta.
Las margaritas mucho son imposibles para un hombre al que quieren poquito.
4) Todo es mentira. No hay relación alguna entre las aparentes repuestas y la realidad. Esta es la opinión de los Refutadores de Leyendas, quienes sustentan su parecer con innumerables ejemplos de personas que alentadas por la flor son rechazadas luego, incluso de mal modo.
Los espíritus leguleyos señalan con insistencia algunos preceptos jurídicos.
* El arrancar o añadir pétalos, saltear respuestas o alterar su orden invalida la consulta.
* Está prohibida la indagación sucesiva y vana de diferentes margaritas.
Los cientistas sueñan con que la genética vendrá a resolver sus problemas sentimentales, creando margaritas que siempre responderán mucho.
También se ha pensado en la posibilidad de obtener respuestas más variadas mediante la creación de nuevos dictámenes: hasta decir basta, bastante, relativamente poco, vaya y pase, casi nada, menos que nada, ni loco que estuviera.
La fe en las margaritas va empalideciendo en estos días. Los últimos fieles son tal vez los amantes rechazados, esas personas que insisten en preguntar lo que ya se les contestó y que se contentan con las respuestas favorables de flores, brujas y horóscopos, mientras las mujeres que aman bailan con otros señores en La Enramada.
Margarita es perla en griego y en latín. Es ojo del día en inglés y es vegetal indagatorio en todo el mundo. Pasar de largo ante sus confidencias es un pecado imperdonable.
Las flores, las estrellas, los pájaros: el Universo quiere hablarnos.
Cada fenómeno de la naturaleza es una señal. Ante esos guiños cósmicos tenemos la obligación de considerarlos.
Es cierto que nos acompañará la perpetua sensación de que nunca comprenderemos o de que comprenderemos erróneamente. Pero el error es preferible a la indiferencia.
Cualquiera sea el mensaje que el cosmos prometa, por terrible y amenazador que nos pareciere, será mejor que la ausencia de mensaje.
Será más consolador que una ominosa y absurda indiferencia de los astros.
Atlas del infierno
Enzo Lucione, el predicador, creía que la intimidación era el mejor recurso para que los pecadores se arrepintieran. Durante toda su vida había recorrido el barrio de Flores, casa por casa, anunciando que se venía el fin del mundo, que el Juicio Final nos iba a agarrar a todos inconfesos y que el Diablo se estaba frotando las manos.
Era un hombre brutal. Resuelto a defender la causa del bien, lo hacía sin misericordia. Muchas veces, agotados sus escasos argumentos, procedía a la conversión de impíos con una pistola Ballester-Molina que - según Lucione - era más eficaz que la Biblia.
Lo habían echado del Ejército de Salvación, de los Testigos de Jehová y de los mormones. Junto a un grupo de amigos aficionados al tango fundó la secta Los esparos del Ñorse. Todos los sábados recorrían las milongas y mientras bailaban les murmuraban amenazas bíblicas a las muchachas, tratando de redimirlas, o en todo caso, de seducirlas.
Lucione carecía de todo encanto. Su lenguaje era muy limitado y sus conocimientos casi nulos. Aconsejado por un chofer de camionetas, resolvió reemplazar sus discursos de compadrito por un folleto explicativo, cuya redacción encargó al bibliotecario Vicente Peluffo.
Peluffo, que era ateo, tardó seis años en terminar el trabajo. En realidad, lo que hizo fue un brevísimo atlas del Infierno, prolijo, austero, despojado de toda grandilocuencia. Lucione protestó alegando que las calles que él recorría eran tan horribles que se necesitaba un Infierno muy riguroso para que los vecinos no lo sintieran como una mejora. Peluffo prometió corregirlo, pero nunca lo hizo.
Transcribimos su texto completo.
Descripción del infierno
1) Ubicación
Las opiniones son muchísimas. Los romanos lo situaban bajo el Polo Norte. Gregorio Magno hablaba de un volcán de las islas Lípari. Otros han señalado el Etna, o el centro de la Tierra, o las Antípodas, o el Sol, o el valle de Josafat.
En el Huon de Bordeaux se dice que el infierno es una isla llamada Moysant. Hugo de Auvernia jura que encontró la puerta del infierno en el lejano Oriente. Acerca de las puertas, se conocen varias: el pozo de San Patricio, en una de las islas del lago Derg, en Irlanda; el fondo de un lago cerca de Pozzuoli; la que se llama Averno, ubicada en el camino del cabo Tenaro, que fue la que utilizó Heracles para raptar a Cerbero; en la vecindad de Heraclea del Ponto, en Trecén; debajo de Jerusalém; en la boca de los volcanes; en Ceram, una de las islas Molucas. La principal de las entradas tiene nueve puertas: tres de bronce, tres de acero y tres de diamante.
En general se coincide en que el Infierno está bajo la corteza de la Tierra. Los sabios de la Antigüedad creían que bajo los ínfimos sótanos estaban las raíces del Árbol de la vida y del Árbol del Conocimiento, cuyas ramas superiores rozan el Trono del Señor.
Los griegos decían que bajo el infierno había otra instalación aún más profunda: el Tártaro. La distancia entre la Tierra y el Infierno era la misma que entre el Infierno y el Tártaro. Esta distancia fue precisada en distintas ocasiones y era exactamente la longitud recorrida en caída libre por cualquier cuerpo al cabo de nueve días. Sin embargo, la palabra egea tar se relaciona siempre con la idea de occidentalidad, así como salma indica la orientalidad. De este modo tar-tar significaría "muy, muy al oeste".
2) Extensión
El propio Satanás midió una vez el Infierno, por orden de Cristo, y calculó que desde la puerta hasta el fondo había 100.000 millas. Resulta extraño que un establecimiento situado en el interior de la Tierra sea mucho más largo que el diámetro de ésta. Otra cuestión aparece: si el Infierno es eterno, la Tierra también debe serlo.
Pero hay dictámenes en disidencia: Milton no ubica al Infierno en el centro de la Tierra sino a una distancia tres veces mayor que la que nos separa del planeta más lejano (unos 990.000.000 de leguas); el jesuita Cornelio Lapide calcula unos 200 nudos.
El ruso Salzman, que es jugador de dados, conjeturó que un lugar destinado a desagradar debía ser ante todo chico. Los réprobos debían estar amontonados unos sobre otros, sin privacidad, porque la privacidad es también libertad. Salzman sostenía que así como en el cielo (o en el amor) el deleite está dado por quien nos acompaña, en el infierno el principal tormento consiste en la vecindad de personas poco recomendables.
3) Centros urbanos
Emmanuel Swedenborg, que recorrió prolijamente el cielo y el infierno, declara que las ciudades terrestres tienen su doble en las alturas y su triple en el abismo. Existe una Londres celeste y una Montevideo infernal, para deleite de los bienaventurados ingleses y para tormento de los réprobos uruguayos. En todo caso Swedenborg juraba que la vida de ultratumba no era una condena ni una recompensa, sino una elección. Los malvados elegían el infierno. O mejor dicho, el lugar que elegían los malvados se convertía por esa misma razón en el infierno.
Dante representa la ciudad de Dite, rodeada de fosos hediondos, torres de fuego y murallas de hierro. San Buenaventura cree que el Infierno es enteramente urbano. Sin embargo, innumerables cronistas consignan la existencia del continente helado, al este del Orco. Allí viven las arpías, las hidras, las gorgonas y las quimeras. Es una región de tempestades perpetuas, de huracanes y de granizo.
La capital del infierno es Pandemonium, que más que una ciudad es el castillo y cuartel privado del Diablo. Esta construcción puede considerarse una criatura, pues responde a las órdenes de Satán. Con sólo decir una palabra aparecen o desaparecen habitaciones, se abren o cierran puertas, etc. El Pandemonium manifiesta el mayor de los lujos, pero también el más tremendo horror. Desde sus torres más altas es posible ver todo el Infierno.
Además de las habitaciones del Príncipe del Mal, están los aposentos de los demonios principales: Asmodeo, Abadón, Mamón, Belial, Leviatán, Mefistófeles, Belcebú, Astaroth. Se trata de antiguos Serafines y Querubines, que después de la Caída se convirtieron en ministros y alcahuetes de Satán.
A pesar de los esfuerzos que se hacen por conservarlo, el Pandemonium muestra un aspecto bastante ruinoso. Esto sucede en todas las construcciones del Infierno.
Otros hablan de la Babilonia infernal, perpetuamente incendiada, recorrida por aguas turbias y cubiertas por un cielo de hielo y bronce. Los vientos son helados y abrasadores. Las plantas son siempre venenosas y los animales son monstruosos cuya razón de existir es atormentar a los condenados.
4) Hidrografía
Hagamos mención de los principales ríos:
* Cocito: también es llamado Río de los Lamentos, a causa de los lastimeros sonidos que en sus orillas resuenan. Su corriente es muy fría y se dice que sus aguas no son otra cosa que las lágrimas de los condenados. Se une con el Flegeronte, que es el río de las llamas, en una gran cascada de la que nace el Aqueronte.
* Aqueronte: es el río que atraviesan las almas para llegar al reino de los muertos. Es un río lento, negro y profundo, de aguas amargas y orillas imprecisas, cubiertas de cañaverales. Los romanos lo situaban en las cercanías del Polo Sur. El barquero Caronte se ocupa de cruzar a las almas hasta la orilla opuesta del río. Se trata de un viejo horripilante que conduce la barca, pero no rema. En verdad, obliga a las mismas a hacerlo. Por cada viaje cobra un óbolo y es por eso que los antiguos sepultaban a los puertos con una moneda en la boca. Cuando Heracles visitó los infiernos, le dio una soberana paliza y lo obligó a pasearlo.
* Leteo: es el río del que bebían los muertos para olvidar su vida terrestre. Se le llama también Fuente del Olvido. Algunos dicen que el famoso licor que limpia los ayeres no es otra cosa que agua del Leteo. Su curso es silencioso y apacible, aunque lleno de caprichosas sinuosidades. Los condenados procuran inútilmente mojarse con una gota de estas aguas para perder en dulce olvido el sentimiento de todos sus males. Pero jamás lo logran. La mismísima Medusa custodia esta corriente.
* Estigia: sus aguas tienen propiedades mágicas. Es el río en el que Tetis sumergió a su hijo Aquiles para hacerlo invulnerable. Los dioses lo usaban para comprometerse por juramento. El procedimiento usual era el siguiente: Zeus enviaba a Iris a llenar una jarra, ante la cual se juraba. Si el dios cometía perjurio le esperaba un castigo horroroso. Permanecía un año sin respiración. Tampoco podía comer ni beber. Finalizado ese año, quedaba durante otros nueve al margen de los dioses, sin participar de sus reuniones y festines.
El río Estigia tiene origen en una fuente de la Arcadia, cerca de Nonacris, que tal vez quiere decir "nueve precipicios". Sir James Frazer visitó el lugar en 1895 y explicó la descripción de Hesíodo, que habla de pilares de plata, observando que durante el invierno enormes carámbanos cuelgan sobre los desfiladeros.
La fuente brota de una roca y luego se pierde bajo la tierra. Sus aguas son venenosas, quiebran el hierro y los metales y no es posible llenar con ella ninguna vasija o recipiente sin que se rompa. Sólo los cascos de los caballos la resisten.
Suele contarse que Alejandro de Macedonia murió envenenado por esa agua. Sin embargo, Frazer declaró que un análisis químico había revelado la ausencia de sustancias venenosas.
5) Población
La raza diabólica es muy numerosa. Algunos calculan que llegan a sumar 10.000 billones.
En 1273, el cardenal de Tusculum recibió una revelación divina, conforme a la cual los demonios serían 133.306.668. La tradición hebrea hablaba de una cantidad menor: apenas 200, según el libro de Enoc.
Además de los demonios viven en el Infierno numerosos monstruos adjuntos que ayudan en las torturas y - por supuesto - los condenados. El número de estos último se obtiene calculando la cantidad de personas que han muerto desde Adán y restando a la cifra obtenida la suma de los que han ido al Cielo y al Purgatorio.
6) Decadencia del Infierno
El poder del Diablo es limitado. No puede estar presente mucho tiempo en un lugar. Aparenta belleza, pero siempre alguna parte de su cuerpo presenta alguna deformación. Lo quema el agua bendita. Lo sigue siempre una estela de olor inmundo. Pero tal vez la peor de sus limitaciones sea la imposibilidad de ordenar y mantener una estructura tan enorme y compleja como el Infierno.
Todos están demasiado viejos. Los ministros se han vuelto perezosos. Los demonios activos se cansaron ya. Las tentaciones tienden a la ineficacia. Los pactos diabólicos son cada vez más escasos. Los hombres se condenan solos, por mera estupidez o malevolencia, sin que haga falta la intervención demoníaca. Una vez muertos, tampoco es necesario ocuparse de atormentarlos, pues ellos mismo cumplen esta tarea con insólita eficacia. De este modo, el Infierno está lleno de legiones ociosas que vagan entre las llamas sin saber qué hacer.
7) Ventajas del Infierno
Sin caer en el consuelo insolvente, hay que decir que el condenado puede hallar alivio a sus dolores merced al poder de adaptación que es proverbial en la raza humana. Al cabo de mil años ardiendo, uno empieza a acostumbrarse. Es esencial en un gran dolor su carácter sorpresivo.
En otro orden de cosas, quien se halla en el abismo no puede ser amenazado, ya que la amenaza consiste en prometer un mal. El mismo razonamiento nos hace advertir que en el Infierno nadie tiene miedo. Y una cosa más: toda noticia es buena.
8) Caprichos jurídicos
Conviene que los espíritus leguleyos anoten estas normas extravagantes.
Es posible salir del Infierno, salvo que uno haya comido algo en él. Después del primer bocado, las puertas se cierran para siempre.
Los tormento son perpetuos e incesantes, pero Dios concede recreos. Tal vez el Día de Navidad.
Una leyenda de finales del siglo IV relata la visita de San Pablo y el arcángel Miguel al reino de la perdición. Al ver el sufrimiento de los pecadores rogaron a Dios misericordia. Jesús se presentó en persona en el Infierno y concedió a todas las almas la gracia de no sufrir tormento alguno desde la hora nona del sábado hasta la prima del lunes.
San Pedro Damián cuenta que cerca de Pozzuoli hay unas aguas pestíferas desde donde surgen unos pájaros espantosos que sólo son visibles desde la noche del sábado a la mañana del lunes. Jamás se alimentan. No es posible cazarlos. Algunos creen que son almas de condenados que disfrutan del consuelo concedido por Cristo.
Sin embargo, los ruegos de los santos no deben ser muy frecuentes: suele afirmarse que los huéspedes del Paraíso hallan deleite en contemplar el sufrimiento de las almas en el Averno. Cualquier puede imaginar la escena: una morralla de papanatas celestiales asomada al abismo, burlándose con gritos chuscos, arrojando porquerías y escupiendo. Abajo, ente las llamas, los condenados alzan puños como brasas, mientras gritan:
- ¡Hijos de puta!
Dios mismo pone fin a la vergonzosa escena, echando a patadas a la patota de santurrones.
El hombre moderno, ansioso de mediciones exactas, desea saber qué posibilidades tiene de salvarse. Julián Loriot, célebre orador del siglo XVII, elaboró estadísticas consultando a un resucitado: de cada sesenta mil muertos uno va al Paraíso, tres al purgatorio y 59.996 almas marchan al Infierno. Juan Crisóstomo calculaba que no había más de cien elegidos en toda la población de Constantinopla. Un eremita se le apareció a San Bernardo en su lecho de muerte y le aseguró que de los treinta mil muerto de aquel día se salvarían sólo dos.
En cuanto al Juicio Final, debe recordarse que tendrá lugar en el valle de Josafat, no lejos de Jerusalem, y después de la resurrección, que habrá puesto a los condenados en posición de sus hediondos y deformados cuerpos. Cristo dictará la sentencia en lengua siríaca.
En 1274, el Concilio de Lyon fundó el purgatorio. Allí van los que no son malos del todo y pueden beneficiarse con las oraciones y actos piadosos de los vivos.
Enzo Lucione repartió entre los vecinos el folleto creado por Peluffo pensando que una amenaza impresa es más eficaz que una verbal. Sin embargo, la gente siguió pecando.
Los vigilantes, que saben de amenazas, enseñan que el mal prometido debe parecer inminente. No importa tanto la aspereza de un castigo como la certeza y proximidad de su ejecución. Los delincuentes menos dotados sometidos a interrogatorio suelen confesar sus crímenes sólo para terminar con las presiones y los cachetazos. No calculan que el precio de ese alivio será una terrible condena. Las mentes pobres no reaccionan sino ante peligros inmediatos. El Infierno es lejano y acaso inexistente.
Agotados los folletos, Lucione abandonó su misión de salvar almas y se perdió en el olvido.
Olores
El pintor Lucio Cantini tenía la fuerte sensación de ser un artista marginal, inadaptado, beligerante y rebelde. Según sus vecinos de la calle Álvarez Jonte, Cantini se esforzaba en resaltar estas fogosidades de su temperamento para ocultar en la penumbra del segundo plano la torpeza innegable de su técnica.
Cada vez que alguien le hacía notar sus chambonadas, Cantini protestaba que esa era su manera de oponerse a un universo cruel e injusto.
Junto a otros artistas, tan chúcaros como él, organizaba unas animadas exposiciones en un club de la calle San Blas. Los vecinos, amantes quizá de formas pictóricas más clásicas, solían arrojar cohetes y buscapiés en medio de las muestras. Su exposición Pintura Espectacular le concedió un efímero renombre.
Los cuadros eran en realidad espejos. De este modo, cada persona veía una obra distinta. Esto puede explicar las sustanciales diferencias de opinión que los cuadros suscitaron. Allí donde el autor veía un autorretrato, los críticos se obstinaban en ver un crítico.
Pero el genio de Cantini alcanzó máxima expresión en la famosa Exposición de Olores en 1965.
El artista colocó, en distintos rincones del salón, sustancias que producían olores de toda índole.
Cerca de la puerta, una fragancia de rosas. Más allá, el hedor de los basurales. En el fondo, un exótico aroma de maderas de Oriente. A la izquierda, la fetidez de un perro mojado.
La interpretación y evaluación de estas creaciones no era cosa fácil.
Los espectadores no sabían cuándo la influencia de una obra era reemplazada por otra, para no hablar de la fragancia aportada por ellos mismos.
Algunos críticos progresistas objetaron el carácter realista e ingenuo de la exposición. Pedían la aparición de olores no convencionales: el olor de la angustia, el olor de la sabiduría, el perfume de la perplejidad. Cantini reaccionó y fue mucho más lejos: generó aromas abstractos, no alusivos. Olores puros sin causa aparente. Pero el público insistía en hallar semejanzas con los olores vulgares de la vida cotidiana.
Un hecho notable: la exposición iba modificándose con los días y se hacía cada vez más ostensible y más fuerte. Por otra parte, las obras expuestas iban perdiendo sus diferencias, coincidiendo en un general olor a podrido.
Los vecinos intolerantes que antes mencionábamos entraron una noche e incendiaron la Exposición de Olores, pretextando defender el honor de sus familias.
Lucio Cantini, borracho y un poco chamuscado, gritaba enloquecido, mientras caminaba entre las llamas y aspiraba las humaredas, que aquel último olor era la coronación purificadora de un hecho artístico que había sido al mismo tiempo efímero e inmortal.
Murallas
Hay una ciencia que estudia los procedimientos para sitiar ciudades. Se llama poliorcética. El aprendiz de sitiador encontrará en ella consejos prácticos, de los ingenieros, pero también ejemplos históricos de agudeza, valor y perseverancia.
Conocerá las trompetas demoledoras de Jericó.
El drama de Masada, con la cruel ingeniería de Flavio Silva y la determinación de Eleazar, que ordenó a los sitiados darse muerte unos a otros.
La aparición de Jesucristo ante el rey Enrique, durante el cerco de Lisboa y el reproche de éste: "Señor, hazte visible mejor ante los sarracenos, que no creen en ti."
La pertinacia de Tutmés ante Kadesh.
La traición de Teodorico en Ravena.
Y la mayor de estas aventuras: el sitio de Troya.
Me doy el gusto de recordar algunos datos.
Dante ubica a Ulises y Diomedes entre las llamas del infierno de los embaucadores. Los hace pagar allí la culpa de haber urdido la estratagema del Caballo de Troya para poder entrar a la ciudad sitiada.
La sanción dantesca es injusta. Aún siendo los dos héroes muy inclinados a la astucia y la ocultación, fueron inocentes del engaño que se les atribuye. En verdad, la diosa Atenea reveló a Prilis, un adivino de Lesbos, que los griegos sólo podrían entrar a Troya escondidos en el interior de un caballo de madera.
Cuando las naves aqueas pasaron por Lesbos, Prilis comunicó a los jefes el dictamen de la diosa.
Epeo, que había nacido cobarde y era artesano exquisito, se ofreció voluntariamente para construir el caballo.
Se dice que empleó tablones de pino. En uno de los costados estaba el escotillón que permitía el ingreso y egreso de los guerreros. Del otro lado se grabaron grandes letras que completaban la siguiente dedicatoria: "En agradecida anticipación a nuestro regreso feliz, los griegos dedicamos este caballo a Atenea."
El tamaño de la construcción sólo puede conjeturarse por el número de personas que era capaz de albergar. Sin embargo, los poetas e historiadores no terminan de ponerse de acuerdo al respecto. Algunos hablan de veintitrés, otros treinta, cincuenta y hasta tres mil. Conocemos - eso sí - el nombre de algunos de los que estuvieron dentro del caballo. Recordemos a Menelao, Acamante, Toante, Neoptólemo, Estéleno, Ulises y Diomedes. Epeo también formó parte del grupo. Lo subieron de prepotencia y lo sentaron junto a la cerradura, con el pretexto de que era el único que sabía hacerla funcionar.
Suele decirse en las conversaciones de las pizzerías que el caballo fue presentado a los troyanos como un obsequio. No fue así. En realidad los griegos incendiaron el campamento y se hicieron a la mar fingiendo que abandonaban el sitio.
Las naves se ocultaron detrás de una isla cercana y allí esperaron.
El caso es que al día siguiente, los troyanos encontraron la campiña desierta y en medio de las cenizas del campamento, muerto de risa, el absurdo caballo de Epeo.
El rey Príamo y los suyos se acercaron a examinarlo. Surgieron opiniones diferentes. Dimetes insistía en llevarlo a la ciudad. Capis propuso quemarlo. Laoconte recordó que no había que confiar en los griegos. Casandra, la hija del rey, que poseía el don de profetizar, reveló que el caballo estaba lleno de guerreros. Pero Casandra estaba condenada a que nadie le creyese.
Aquí entra a tallar un guapo de verdad: Sinón, el espía. Los griegos lo habían dejado en tierra y él no tardó en hacerse tomar prisionero. Conducido ante Príamo, soportó el interrogatorio del rey con fingida reserva. Se dice que no habló hasta que no le cortaron la nariz y las orejas.
Asegurada de este sangriento modo su credibilidad, engañó a los troyanos con la siguiente historia: dijo que los griegos estaban hartos de la guerra y que se habían ido para siempre. Explicó que lo habían dejado en tierra a causa de su enemistad con Ulises. Con respecto al caballo, dijo que era una ofrenda que los griegos hicieron a Atenea. Querían recuperar el favor de la diosa, muy mal dispuesta con ellos desde el robo del paladio.
Príamo preguntó por qué lo habían hecho tan grande.
Entonces, Sinón habló de una predicción del adivino Calcante. Si los troyanos despreciaban la ofrenda, serían destruidos. En cambio, si lo introducían en Troya, se hallarían en condiciones de conquistar Micenas.
Para su desgracia el rey Príamo le creyó. Hizo agrandar las puertas para entrar el caballo, lo dedicó a la diosa y después los troyanos empezaron a festejar la victoria.
Cuando todos dormían la borrachera, Sinón encendió los fuegos. Era la señal convenida con la flota griega. Los barcos se acercaron y los guerreros salieron del interior del caballo. El primero en hacerlo fue Equión, que se rompió el cuello. Después comenzó la matanza.
En todo cerco, se supone que el sitiador es dueño del territorio vecino, que está en situación de impedir el abastecimiento del sitiado y que es el que toma las decisiones.
Ante semejante postulación, los espíritus prácticos podrán sostener la inutilidad de cualquier resistencia al asedio: si al fin habremos de capitular, ¿a qué demorarse en las tribulaciones del heroísmo?
La respuesta a tan liviana objeción es contundente y melancólica: vivir no es otra cosa que una resistencia inútil.
El rey Príamo sabía que el destino de Troya era el fuego. Pero combatió durante diez años.
El hombre sabio sabe que va a morir, pero vive y se resiste a la muerte tanto como puede. Es mortal en beligerancia.
Lector poliorcético: el que esto escribe defiende unas modestas murallitas de humo que ya se han derrumbado mil veces. Y guarda en su patio numerosos caballos de madera, obsequio de amados traidores.
Ahora, en este mismo momento, empiezan a salir de ellos los enemigos.
Halagos Insuficientes
En 1619, el falso alquimista polaco Mikael Sendivougius se presentó ante el emperador Fernando II diciendo que era capaz de convertir la plata en oro. Para demostrarlo presentó una moneda de plata, la que sometida a ciertos procedimientos se hizo de oro.
Muy pronto se descubrió el fraude: la moneda era en verdad de oro y había sido revestida con un fino baño de plata que desapareció al ser calentada.
Esta moneda sirve para pagar una simple alegoría. Deben existir personas excelentes que por discreción, por pudor o por el horror de lucirse, atenúan levemente sus virtudes. No fingen maldad ni estupidez. Se limitan a descender un peldaño.
Nos sobra para una última idea. Ante esa clase de seres, los imbéciles emiten halagos que son en realidad afrentas: "el señor Newton tiene ocurrencias muy ingeniosas"; "el señor Alighieri tiene facilidad para escribir"; "en toda Génova no hay viajero como el señor Colón".
Los que confunden la plata con oro van sin duda al infierno de los ingratos, o a otro construido especialmente para ellos, donde las llamas parecen peores de lo que son.
La musa
Los antiguos creían que los artistas no eran sino instrumentos de los dioses. La inteligencia, la destreza, el rigor de los aprendizajes, de poco servían sin la intervención de las musas. Por eso al comienzo de cada canto pedían explícitamente una ayuda sobrenatural, invocando a la diosa:
Canta, diosa, la venganza fatal
De Aquiles de Peleo.
O más recientemente:
Pido a los santos del cielo
Que ayuden mi pensamiento.
Sin la diosa, un poeta no era nada. La poesía es en verdad una invocación religiosa a la Musa. Y la recompensa del arte no es otra que la experiencia mágica de dicha y horror que la aparición de la diosa provoca.
Los griegos contaban que las musas eran nueve hermanas, hijas de Zeus, y fruto de otras tantas noches de amor con Mnemósine, que era la personificación de la memoria. Antes que nada eran cantoras. Las convidaban a las grandes fiestas del Olimpo y sus himnos deleitaban a Zeus. Vivían en un bosque sagrado, cercano al monte Helicón. Solían reunirse alrededor de Hipocrene, es decir la Fuente del Caballo, un manantial abierto por Pegaso, al dar sus cascos contra una roca. El agua de aquella fuente favorecía la inspiración poética.
Con el tiempo, cada una de las hermanas vino a tener una función determinada: Calíope se ocupó de la poesía épica; Clío, de la historia; Polimnia, de la pantomima; Euterpe, de la flauta; Terpsícore, de la danza; Erato, de la lírica coral; Melpómene, de la tragedia; Talía de la comedia; Urania, de la astronomía.
En los mitos escandinavos, Odín consiguió hacerse con unos frascos de miel y de sangre fabricados por los enanos y que son el secreto de la poesía. Por eso habla siempre en verso.
La psicología, esa colección de mitos de nuestro tiempo, desmiente la intervención de la diosa y la reemplaza por otros estímulos menos convincentes.
Lo cierto es que el artista siente, a veces, que le dictan o le cantan en el oído. O mejor todavía, siente que una fuerza que le es exterior lo impulsa a cumplir los arduos trabajos del arte. Se trata - es necesario decir - de fuerzas mucho más poderosas que las encarnadas por el ansia de fama, dinero o distinciones.
En rigor, no puede hablarse de placer de la creación artística, porque esta creación no siempre es placentera y la mayoría de las veces está rodeada de unas penurias tales que es necesario un enorme valor para evitar el desaliento.
Algunos deterministas sostienen que - a falta de musa - el artista es el inevitable resultado de las circunstancias sociales, económicas y políticas. Es decir, que examinadas las condiciones de una región en un momento histórico determinado, es posible conjeturar qué clase de obras se acuñarán allí. Así, se ha señalado que la vida pastoril, típica de la Pampa, produjo el Martín Fierro. Borges objeta que esta misma vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pese a lo cual estos territorios se abstuvieron enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro. Ciertamente, lo social y lo económico influyen en el arte. Pero es imposible saber de qué modo. El artista puede acompañar a su época o resistirla. Un régimen autoritario puede engendrar un riguroso arte oficial o una indignada rebelión romántica, o cualquier otra cosa.
Durante mucho tiempo me ha gustado creer que el verso perfecto estaba al final de un camino lleno de espantos y pena.
El puente Chinvat de los persas prometía un tránsito fácil para los justos e imposible para los malvados. Este sendero poético que me atreví a imaginar conducía al lugar más glorioso cuanto mayores eran los sufrimientos del camino. Y allí los malvados elegían el camino fácil, el que no llevaba a ninguna parte.
Más tarde, Robert Graves me reveló una verdad: la musa es la mujer que uno ama. El poeta inspirado se conecta con la diosa sólo a través de una mujer en la que ella reside hasta cierto punto. Un poeta verdadero se enamora absolutamente y su amor sincero es para él la encarnación de la musa.
Desventuras de última hora me hicieron ver que tal vez ambas intuiciones son ciertas. El camino difícil es el camino del enamorado y del poeta. Ese camino es el que conduce a la diosa, que es la mujer amada y la única que conoce - o nos hace conocer - la música buscada.
Túnel
La isla de San Martín es una más en el modesto archipiélago frente a las Costas Bajas. No está lejos de tierra firme y es fácil identificarla: el alto muro de piedra de la cárcel es inevitable mojón de referencia para los escasos pescadores de la región.
El exiguo litoral de la isla fue vigilado perpetuamente durante siglos. Los guardias celosos de la prisión se apresuraban a balear cualquier objeto flotante. Peces voladores, ballenatos, náufragos, han sido a través de los años víctimas del plomo de los carceleros. Una vez por mes, un barquito del gobierno atracaba en el viejo muelle. Llevaba provisiones baratas, algún empleado, algún preso.
Siendo legendaria la seguridad del penal, las autoridades enviaban allí a los convictos más temibles, especialmente a los que habían intentado fugarse de otras cárceles.
Nadie escapó jamás de San Martín. Es verdad que un buen nadador podría alcanzar la costa vecina sin demasiado esfuerzo. Lo difícil era arrojarse al agua. Los muros eran impenetrables. No había ventanas ni respiraderos. Los presos de la isla nunca veían el mar.
La administración central casi no se ocupaba de esta cárcel. Los directores no eran removidos casi nunca, salvo por muerte o jubilación. Un cierto descuido burocrático provocaba dificultades en el abastecimiento y en algunas oficinas de la capital ni siquiera sabían si la prisión seguía funcionando.
Se dice que el régimen interno era severísimo. Todos hemos oído alguna historia acerca del extravagante sadismo de los carceleros de San Martín. Se trataba de personas solitarias que carecían de cualquier solaz. Durante un tiempo, el barquito arrimó algunas prostitutas para el recreo de la guarnición. Pero con los años vino a observarse un creciente desinterés de los hombres. Al parecer, mejor los complacía la crueldad que la lujuria.
La isla estaba completamente ocupada por la cárcel. Fuera de ella no había nada. Apenas unos metros de arena entre las paredes y el mar. A pesar de no medir más de un kilómetro en su punto más ancho, los intrincados pasillos y las tortuosas galerías de los absurdos edificios producían en sus habitantes una penosa sensación de infinitud. Los sectores al aire libre eran también deprimentes: una laguna pantanosa donde los penados pescaban renacuajos, una loma pelada que ocupaba el centro de la isla, un patio empedrado. Los pocos árboles que existían ocupaban el distrito a las autoridades.
No se sabe cuándo, alguien pensó en hacer un túnel. Un túnel bajo los muros y bajo el mar, que condujera directamente a tierra firme. Describiré la magnitud de los trabajos necesarios.
La distancia entre la isla San Martín y la costa es de unos 6500 metros. La profundidad del mar es escasa: unos 30 pies como máximo. Los sedimentos cuya acumulación ha dado origen a las islas son relativamente fáciles de remover. Ingenieros comedidos han calculado que una cuadrilla de convictos trabajando con herramientas elementales, en horarios reducidos por la prudencia y mermado su rendimiento por el sigilo, podrían avanzar un metro cada tres días en un corredor de un metro de diámetro.
Los mismo ingenieros, o quizá otros, podrian continuar el cálculo: diez metros en un mes. Poco más de una cuadra en un año. 1200 metros en una década. Y el recorrido completo en unos 65 años.
Tal vez ignorando estas cifras incorruptibles, cautivos ingenuos empezaron el túnel.
Los datos que siguen son inevitablemente dudosos. Esta clase de obras progresa en la clandestinidad. Hemos consultado a funcionarios policiales, antiguos presos, pobladores de la zona y proveedores de la prisión y las noticias resultantes están desfiguradas por el olvido, el temor, la suspicacia o el mero desconocimiento.
Algunos dicen que el túnel tenía tres bocas. Dos de ellas eran falsas y se procuraba que las autoridades descubrieran los fingidos trabajos que allí se realizaban. La verdadera entrada pudo haber estado en la quinta letrina del más antiguo de los baños.
El célebre delincuente Tony Musante estuvo recluido cinco años en San Martín. Allí escribió unos textos bajo la forma de memorias, cuyo propósito se vinculaba menos con el ejercicio de la literatura que con el de la venganza. En esas páginas se menciona el túnel varias veces.
"La Hermandad del Túnel me pidió ayuda en la excavación. Les hice saber que no estaba dispuesto a ningún trabajo manual. Los mensajeros prometieron que jamás habían pensado en ello. Más bien me necesitaban para amenazar a los renuentes y, llegado el caso, para eliminar a los traidores. Quise saber quiénes eran los jefes de la Hermandad, pero los mensajeros no lo sabían.
Al parecer, el túnel mide ya cerca de dos kilómetros. Me convidaron a recorrerlo. No acepté. Según pude saber, se trata de un agujero muy estrecho por el que se circula en cuatro patas. Cada cien metros hay tramos más anchos y más altos para el descanso y para que puedan cruzarse personas que marchan en dirección opuesta."
Musante escribía esto en 1930. Todo hace suponer que jamás vio el túnel. Tampoco llegó a saber quiénes dirigían la Hermandad. Es casi seguro que no prestó su servicio. En 1934 lo trasladaron a otra cárcel menos rigurosa, en atención a su buena conducta.
Sin duda el testimonio escrito de mayor importancia fue el que surgió de la confesión del arquitecto Bompiani.
Marcos Bompiani fue un asesino serial, que acostumbraba a emparedar a sus víctimas en los muros de los edificios que construía su empresa. Condenado a prisión perpetua, estuvo en San Martin más de diez años. Allí también cometió algunos crímenes. Obligado a confesarlos, admitió - de paso - haber dirigido personalmente las obras del túnel y haber sido jefe de la Hermandad. Sin embargo, Bompiani jamás reveló la ubicación de los accesos verdaderos.
El arquitecto señaló unos gravísimos problemas. El desconocimiento de la profundidad exacta del mar obligaba a excavar muy profundo, por precaución. El aire era escaso y era imposible construir respiraderos. Además, cuanto más progresaba el emprendimiento, más se tardaba en llegar gateando hasta el punto de excavación. Bompiani estimó que el tiempo empleado en el trayecto (unos 3000 metros en 1946) era de casi tres horas. Esto hacen seis horas entre la ida y la vuelta. Ante la dificultad de justificar las prolongadas ausencias de los presos, hubo que reducir al mínimo la duración de los turnos. Tal vez nadie cavara más de quince minutos por jornada.
En los primeros años, el clásico problema de deshacerse de la tierra removida parecía más o menos resuelto. La loma pelada fue creciendo de a poco. Los presos llenaban sus bolsillos en el túnel y los vaciaban allí. Pero Bompiani comprendió que tarde o temprano las autoridades iban a extrañarse de aquel fenómeno. El arquitecto calculó que la obra completa implicaría el desalojo de siete mil toneladas de tierra, cuyo volumen sería aproximadamente el de un edificio de catorce pisos. Resolvió entonces designar a un grupo de especialistas para que procediera a capturar toda clase de pájaros, con preferencia de buen tamaño. Esta tarea se realizaba con el permiso y hasta con el beneplácito de las autoridades. A cada ave capturada se le ataba a la pata una pequeña bolsa de papel llena de tierra y agujereada. En esas condiciones los pájaros abandonaban la isla con vuelo esforzado, desparramando la tierra del túnel por todo el océano. Bompiani se extendía en explicaciones tediosas acerca de las dificultades para conseguir bolsas de papel o para evitar que los guardianes se dieran cuenta de estas maniobras.
En medio de nuestro trabajo de investigación, encontramos numerosas menciones del túnel, en fechas remotísimas. La más antigua data del año 1790.
¿Cuándo comenzó realmente la excavación del túnel? ¿Hace doscientos años? ¿Hace trescientos? ¿Por qué nunca fue terminado?
Puede conjeturarse que no estamos hablando de uno, sino de varios túneles, que fueron comenzados en distintas épocas. Es probable que los carceleros hayan descubierto y clausurado la mayoría de ellos. De hecho, todos los directores han conocido los rumores sobre un misterioso plan de fuga.
Se sabe que la policía solía infiltrar a algunos de sus agentes entre los prisioneros. Eran maniobras muy discretas: ni siquiera los carceleros podían diferenciar a los falsos criminales de los verdaderos. Sin embargo las negligencias administrativas, que ya hemos señalado, generaban errores inconcebibles. Muchos policías han terminado su vida en la cárcel de San Martín, ante el olvido de sus superiores, gritando a los impasibles carceleros nombres, direcciones e inútiles referencias.
En 1940, el periodista inglés Andrew Harrison obtuvo permiso del director de la cárcel para fingirse presidiario e investigar por su cuenta. Los resultados de más de una año de sacrificio fueron pobrísimos. Nadie sabía nada del túnel, ni de la Hermandad. A Bompiani, ni siquiera lo conoció. Muchas veces fue víctima de las bromas de los convictos, que se complacían en señalar supuestas entradas del túnel en los lugares más indignos. Años después, se reveló que todo el mundo sabía que Harrison era un periodista un encubierto y que se consideraba de buen tono el contarle mentiras para su posterior publicación. En 1942, apareció el libro Mejor que no hable, en el que se divulgaban las confidencias íntimas de los penados. Allí se sostuvo que el túnel no existía. Esta cómoda opinión fue ovacionada por los Refutadores de Leyendas de todo el mundo. Durante décadas el asunto fue olvidado.
En 1974, la cárcel de San Martín fue clausurada y en 1977, se demolieron los siniestros edificios. Al parecer, no se hallaron rastros de túnel alguno.
Pero en 1980, en su libro Túneles del mundo, el viajero francés Jean Luc Toinette razonó que los rastros de una obra tan elemental desaparecían fácilmente y que la ausencia de vestigios no garantizaba la inexistencia del famoso túnel.
Dejo para el final el testimonio del último director de la prisión, el odontólogo Antón Garat:
"El túnel existió y fue la obra más noble de la que yo haya tenido noticia. Los presos preparaban una vía de escape que ellos mismo no iban a ver terminada. Estaban trabajando para la fuga de hombres que ni siquiera habían cometido aún el delito que los iba a condenar.
"El túnel era la esperanza. Era necesario para unos hombres embrutecidos por el sufrimiento. Por eso nunca me esforcé demasiado en encontrarlo. La excavación ocupaba sus energías y los mantenía alejados de motines y reclamos."
Me atrevo a postular que la existencia real del túnel es asunto secundario. La ilusión de la fuga no fue jamás una promesa concreta. Las ilusiones grandes nunca lo son. Quizá la verdadera función de la Hermandad haya sido esa: mantener vivo un sueño imposible. Tal vez las autoridades no hayan estado lejos de la cofradía. El informe termina aquí, apresuradamente, cuando se oye el ya cercano trote de las alegorías.
Juego
El obtuso polígrafo árabe Manuel Mandeb solía rodearse de una runfla de aficionados al arte y al heroísmo. Se trataba de individuos que estando disconformes con sus propias personas, presumían de estar en desacuerdo con el universo.
Hacían toda clase de esfuerzos por resultar interesantes. Buscaban, por ejemplo, la desdicha y el fracaso, tal vez por ser metas siempre siempre más cercanas que el triunfo y la felicidad.
Estos sujetos vivían en el barrio de Flores y se hacían llamar los Hombres Sensibles. Entre sus maniobras de fácil audacia figuraba el juego. Las frugales apuestas les dejaban una grata sensación de desinterés por los bienes materiales y un baratísimo motivo de jactancia.
Jugaban a todo: al póquer, al pase inglés, al siete y medio, al monte con puerta, al nueve, al codillo, al tute, al tres sietes, al truco, al mus, al chinchón, al chorizo, a la brisca, a la escoba, al rummy, a la canasta, a la loba, al chancho, al chinchún, al gofo, al peludo, al black jack, al punto y banca, a la generala, a la montaña, al bidú, al unito, al desconfío, al culo sucio, al pinchanúmeros, al perro colorado, a la guerra, al diez mil, al siete le va, al cinquito, a la ruleta, al correquetecagas, a la taba, a la crapé, al backgammon, al whist, al bridge, al mirame y no me toques y a la viborita.
A veces, afectando inocencia infantil, jugaban a la escondida, a la esquinita, al balero, a las figuritas, a la biyarda, al vigilante y ladrón, al hoyo pelota, a las bolitas, al triángulo, al gallito, al rango, a la gata parda, a la rayuela, a la monedita, al tejo, al sapito, al gallo ciego, a la mancha venenosa, al patrón de la montaña, al huevo podrido, al pisa pisuela, a la murra, al pase y no vuelva, a la zapatilla, a la bruja de los colores, a la musaraña, al yo-yo, al dinenti, al Antón Pirulero, al hospital, al por qué y al abuelita me das dulce.
Según algunos supersticiosos, el Ángel Gris de Flores enciende la pasión por el juego en todos los habitantes del barrio.
- El que no arriesga no pierde - dice con voz de espectro.
Quien recorra el barrio en las noches de invierno podrá ver patotas de muchachones, muertos de frío, jugando a adivinar el número de las patentes de los autos. En la estación, suele jugarse a acertar la cantidad de personas que descienden de los trenes. Mucho jugadores tramposos tienen cómplices que pasan en autos con patentes propicias a la hora estipulada o bajan de los trenes junto con catorce amigos a las dos de la mañana.
Esta gente haría mejor en sentir miedo. Hay demonios que gobiernan el azar y que tienden terribles trampas a los jugadores, de modo que a veces ganar es perder y perder es ganar.
Una noche de 1970, Ricardo Ventura, un petiso de Caseros, empezó a recibir poker de reyes mano tras mano. El hombre amontonaba fichas. Los otros jugadores empezaron a sospechar. Ventura recibió un cuarto, un quinto y un séptimo póquer. Lo mataron en el décimo y nunca se supo si guardaba reyes en su manga o si tenía esa noche una suerte desmesurada.
En ambos casos su castigo es merecido. Hacer trampas no es más canallesco que ligar demasiado.
Caso parecido fue el de Oscar Piluso que, en una mesa de pase inglés, supo hacer catorce sietes consecutivos, todos con un cuatro y un tres. Sospechando algo raro, los damnificados le quitaron los dados y los hicieron rodar varias veces: en todas ellas apareció el siete, formado por un cuatro y un tres.
A Piluso lo tiraron por la ventana. Pero el ruso Salzman, que se robó los dados, declaró mucho después que, habiéndolos examinado con el mayor escrúpulo, comprobó que no estaban cargados. Estos son los chistes que se gastan los demonios de la suerte.
Tal vez sea inevitable hablar del libro del doctor Australio Barbará Refutación del azar. Allí se sostiene que las cartas, los dados y las ruletas van formando en su devenir una figura o cifra secreta, que ya existe para alguien.
"El azar - grita el doctor Barbará - no es más que una consecuencia de la ignorancia. Quien conoce la posición inicial de un par de dados, la fuerza con que se los arroja, la altura y las características del tapete, puede deducir - si tiene suerte - el número que saldrá.
"Y quien conoce la cifra final que van completando los distintos juegos a través de los tiempos, sabe también todas las cifras parciales".
Barbará no conocía, seguramente, ninguno de estos datos, pues según cuentan en Flores, siempre perdió como un señor.
Pero perder es lo que hace que el juego sea apasionante. Saber perder es creer que el Día de la Justicia llegará solamente para los perdedores.
Se ha dicho que los Hombres Sensibles no sólo saben perder, sino que, además, lo desean. Esta impresión ha sido avalada por infinidad de jugadores de dados, cebadores de mate, mirones y otras personas que frecuentan las timbas por una u otra razón.
Puede ser que sea cierto. Algunos hombres sienten miedo cuando ganan. Temen que todo éxito es el presagio de un desastre. O quizá padecen la angustia moral de no merecer lo ganado.
Se puede ir más lejos. Según una cosmogonía bastante difundida ente los espíritus melancólicos, el universo es una organización perversa, donde siempre ocurre lo que uno no desea y donde todo acaba siempre en tragedia. Las fuerzas del bien son minoría y el destino apoya descaradamente a los malvados.
Conforme a este pensamiento, cualquier victoria parece una traición.
Si hemos de creer en la leyenda, el Ángel Gris comparte este criterio y suele regalar a sus protegidos largas rachas de naipes adversos.
Podríamos decir que Manuel Mandeb escribió un libro acerca de estos asuntos. En realidad no es un libro, sino apenas un cuaderno donde el hombre anotaba sus deudas y acreencias de origen lúdico. Hay, eso sí, comentarios y anécdotas de póquer, todas iguales. Sin embargo, vale la pena transcribir un episodio que deja entrever el terror cósmico ante el misterio del juego.
"Cuando yo era chico había unas figuritas llamadas Pelusa. Una de ellas, la doscientos ochenta y dos, resultaba imposible de conseguir. Era la única que me faltaba para llenar el álbum.
Un día alguien me sopló que un pibe de la calle Condarco la tenía. Fui hasta su casa.
Era un chico extraño. Su cara, a los diez años, parecía tener huellas de desengaños muy antiguos. También me llamó la atención que se mostrara ansioso por cambiar la figurita. Era la difícil. Yo en su lugar no la hubiera aflojado por nada del mundo. El pibe aceptó diez figuritas - una miseria - sin discutir ni un minuto.
Después de entregármela, rajó enseguida para adentro. Por un momento sospeché que me había engañado... pero no: ahí estaba la cifra. Doscientos ochenta y dos. Miré la cara estampada en la cartulina y entonces comprendí todo. No era un jugador de fútbol, ni un boxeador, ni un automovilista.
Era el diablo, el mismo Mandinga, me di cuenta ni bien lo miré.
Espantado, la tiré en cualquier parte y salí corriendo. Pero al día siguiente apareció de nuevo entre las otras figuritas que yo tenía. La quise quemar, pero no ardía. La jugué de mil maneras diferentes, pero siempre la ganaba. Al final, se la cambié por dos al colorado Catena, un pibe que murió al invierno siguiente. Ese fue el último año que junté figuritas".
Dicen algunos que ángeles, demonios y duendes se mezclan con jugadores en las timbas de Flores. Por eso son indiferentes a todas las otras mesas de la ciudad. No se trata solamente de perder dinero. Se trata de asomarse a leer de ojito en el libro del destino. Se trata de creer - no sin espanto - que el mundo es mucho más extraño de lo que parece.
Estos no son sino embelecos de almas desesperadas por su propia vulgaridad. Buscando milagros de cartón juegan cada noche al treinta y cuarenta, a la obligada, al pase la chancha, al veo-veo, a la seguidilla, al ahorcado, al bacará, al casino, al veinticinco, a la hormiguita, al piedra-papel-tijera, al muchas gracias y al carta mayor.
Instrucciones para buscar aventuras
Se puede afirmar, sin temor a la indignación de los sabios, que en los tiempos que corren es cada vez más improbable tropezar con la aventura.
Lo imprevisto, lo extraño, lo misterioso no sucede nunca.
Curiosamente, parecen existir muchísimas personas con espíritu aventurero. Todos los días conversa uno con señores que desean vivamente una vida más interesante y un teatro de acontecimientos más rico y más amplio.
Esta gente sale de su casa cada mañana esperando que algo ocurra y buscando, como decía Whitman, "algo pernicioso y temible, algo incompatible con una vida mezquina, algo desconocido, algo absorbente, desprendido de su anclaje y bogando en libertad".
Pero la búsqueda es siempre inútil y casi todos los hombres, en el ocaso de sus vidas, confiesan que no han vivido jamás una aventura.
¿Dónde están - se pregunta uno - las doncellas atormentadas por un gigante que desde la torre de algún castillo esperan nuestra intervención salvadora?
En ninguna parte. Ya no quedan gigantes, ni castillos, ni - mucho menos - doncellas.
La actual civilización parece pensada para evitar las aventuras. Porque en realidad la aventura es el riesgo. Y nadie quiere arriesgarse.
Siendo la seguridad un valor cuya admiración se promueve de continuo, es inevitable que la mayor parte del esfuerzo tecnológico que se realiza esté destinado a evitar sucesos imprevistos. Las cerraduras Yale, los despertadores, los semáforos, las píldoras anticonceptivas, las alarmas, los preservativos, los cierres de cremallera, las agendas, los paracaídas. Todos estos inventos alejan el sobresalto.
Naturalmente, siempre queda alguna grieta como para que se introduzca lo extraordinario. Pero no es suficiente. Para demostrarlo, vale la pena realizar una sencilla experiencia: pidamos a nuestros conocidos que refieran los hechos más curiosos que han vivido. Los resultados serán entre aburridos y penosos.
Alguien quedó encerrado en el ascensor durante una hora. Otro dice haber ganado un jarrón en una kermese. Un tercero obtuvo un boleto capicúa.
Se trata de aventuras miserables.
Los griegos pensaban que las cosas ocurrían sólo para que los hombres pudieran contarlas luego. Si esto es cierto, el futuro de nuestras conversaciones es poco prometedor. ¿Qué les contaremos a nuestros nietos? ¿Que una vez vimos un choque? ¿Que se nos reventó un sifón? Pobre será la épica que surja de estos modestos cataclismos.
El aventurero actual ha aprendido a contentarse con sombras de emoción. La televisión y el cine son sus melancólicos proveedores de asombro.
Chesterton había inventado una solución genial: la Agencia de Aventuras.
Era una empresa que tendía a los caballeros que experimentaban el deseo de una vida variada.
Mediante la satisfacción de una suma anual, el cliente se veía rodeado de acontecimientos fantásticos y sorprendentes provocados por la Agencia.
El hombre salía de su casa y se le acercaba un chino excitadísimo quien le aseguraba que existía un complot contra su vida. Si tomaba un coche, era conducido al Barrio del Invierno, donde cunden las riñas, los marineros egipcios y las mujeres peligrosas. Gracias a esta eficiente organización, el aventurero se veía obligado a saltar tapias, pelear con extraños o a huir de desconocidos perseguidores.
Pero la realidad, aun cuando ha sido capaz de depararnos empresas tan absurdas como las que investigan mercados o gestionan transferencias de automóviles, no nos ha brindado una Agencia de Aventuras.
¿Qué puede hacerse entonces?
Pues hay que actuar. No podemos pensar que las aventuras vendrán a nosotros. De nada sirve esperar lo imprevisto mirando vidrieras o sentados en el umbral. Es necesario que uno mismo provoque sucesos extraordinarios.
Para demostrar que esto es posible, abandonaremos las anchas avenidas de los Enunciados Generales para ingresar en el Laberinto de los Ejemplos Concretos. Para decirlo de una vez, nos proponemos impartir instrucciones precisas para vivir aventuras.
Aventura de la mujer rubia
Antes de comenzar a vivir este episodio, usted debe elegir a una mujer rubia. Desde luego, es preferible que sea hermosa. Y desconocida.
Una vez que usted se haya decidido por una rubia determinada, comience a seguirla. Pero, atención. No se trata de escoltarla durante un par de cuadras murmurándole frases ingeniosas. Hay que seguirla silenciosamente y en forma perpetua. Hasta su casa. Hasta su trabajo. Hasta donde fuere necesario.
Esto no debe interrumpirse jamás. Cada vez que ella entre en un edificio, usted deberá permanecer afuera esperando su salida.
No hay que disimular. La idea es que la mujer rubia advierta cabalmente que usted la está siguiendo. Esto la pondrá muy nerviosa y hasta es probable que llame al vigilante.
Pasarán días, semanas, y tal vez meses. Usted se convertirá en una sombra familiar y silenciosa. Si la mujer rubia tiene novio, no abandone la empresa. Después de todo, usted solamente quiere que algo ocurra. Y tarde o temprano algo ocurrirá.
Aventura del timbre que suena en la noche
Usted camina por una calle oscura. Son las cuatro de la mañana. Tal vez llueve. De pronto, frente a una casa cualquiera, usted resuelve tocar el timbre. Pasan los minutos. Usted vuelve a tocar. Un hombre consternado abre la puerta.
-¿Qué ocurre? - pregunta.
- Ando en busca de una aventura - contesta usted.
Aventura de la novia perdida
Un día usted resuelve encontrar a su Primera Novia.
Si usted ha tenido el descaro de casarse con ella, es evidente que la cosa no constituye una aventura sino una fatalidad.
Pero supongamos que usted no la ve desde hace veinte años. No sabe qué ha sido de ella. Apenas recuerda su nombre y su cara ha tomado ya la forma de los sueños y el recuerdo.
Usted hace averiguaciones. Indaga entre quienes la han conocido. Investiga en los lugares en los que ella trabajó o estudió. Recorre calles al acaso, cree reconocerla dos o tres veces. Alguien le pasa un dato cierto.
Mientras todo esto ocurre, usted se vuelve a enamorar de la Primera Novia y sueña todas las noches con ella, como solía hacer veinte años atrás.
Un día usted descubre su paradero. Sabe exactamente dónde encontrarla. Tiene la dirección, el número de su teléfono y conoce los horarios en que es apropiado llegar a ella.
Usted piensa que la aventura ya puede comenzar, pero en realidad es aquí donde debe terminar.
Aventura del túnel que va a cualquier parte
Usted y un grupo de amigos aventureros comienzan a excavar un túnel en el fondo de una casa, que puede ser la suya.
La tarea deberá acometerse con el mayor vigor.
Durante la excavación se irán descubriendo objetos extraños, tales como huesos, cascotes, tapitas de cerveza, zapatillas fósiles y antiguos pozos ciegos.
El trabajo durará meses y meses. Durante ese lapso surgirá una deliciosa camaradería entre los integrantes del grupo. Es muy probable que todos sean despedidos de sus trabajos habituales, en razón de inasistencias, la impuntualidad y la suciedad, inevitables cuando uno excava un túnel. Por las mismas razones, los que tuvieren novia serán abandonados.
Así las cosas, la única preocupación del grupo será cavar y cavar. Un día cualquiera, cuando el túnel ya tenga una extensión considerable, se comenzará a cavar hacia la superficie. Y aquí viene le momento fundamental de la aventura. ¿Dónde aparecerán los viajeros subterráneos? ¿En el hall de una casa habitada por señoritas solteras? ¿En una panadería? ¿En un convento?
Hay otras aventuras posibles: la del que se embarca en un carguero sueco, la del viaje subterráneo a través del arroyo Maldonado, la del que investiga a los mendigos para descubrir que son ricos, la del que se mete en el baño de damas, la del que se agacha a ver por qué no explota el cohete... Hay que elegir.
Salgamos de una vez. Salgamos a buscar camorra, a defender causas nobles, a recobrar tiempos olvidados, a despilfarrar lo que hemos ahorrado, a luchar por amores imposibles. A que nos peguen, a que nos derroten, a que nos traicionen.
Cualquier cosa es preferible a esa mediocridad eficiente, a esa miserable resignación que algunos llaman madurez.
Diablo
Todos sabemos que el túnel que pasa bajo las vías en la estación de Flores es una de las entradas del infierno.
Cierta noche de otoño, el ruso Salzman, uno de los tahúres más prometedores del barrio, estaba haciendo un solitario en uno de los bares mugrientos que existen por allí. Vino a interrumpirlo un individuo alto y flaco, vestido con ropas elegantes, pero un poco sucias.
- Buenas noches, señor, soy el Diablo.
Salzman saludó tímidamente. Estaba seguro de haber visto al Diablo otras veces, pero le pareció inadecuado mencionarlo. El hombre se acomodó en una silla y sonrió con dientes verdosos.
- Un solitario es poca cosa para un jugador como usted. Sepa que le está hablando el dueño de todas las fichas del mundo... Conozco de memoria todas las jugadas que se han repartido en la historia de los naipes. También conozco las que se repartirán en el futuro. Los dados y las ruletas me obedecen... Mi cara está en todas las barajas... Poseo la cifra secreta y fatal que han de sumar todas las generalas cuando llegue el fin de su vida...
Salzman no podía soportar aquella clase de discursos. Para ver si se callaba, lo invitó a jugar al chinchón.
- No comprende, amigo. Le estoy ofreciendo el triunfo perpetuo. Puedo hacer de sus pálpitos leyes de acero. Por el precio de su alma - una bicoca, si me permite - le haré ganar fortunas.
- No puedo aceptar - dijo Salzman en el mismo momento en que se le trababa el solitario.
-¿Acaso le gusta perder?
- Me gusta jugar.
- Usted es un imbécil... Tiene ganado el cielo. En fin, disculpe la molestia. Si no es su alma, será cualquier otra.
Salzman sintió la tentación de humillarlo.
-¿Quiere un consejo? Váyase por donde vino... Aquí no conseguirá nada.
El hombre alto lo miró sobrándolo.
- Olvida con quién está hablando. Siempre consigo lo que me propongo.
- Vea, supongo que lo que usted pretende es corromper un alma pura. Por aquí hay muy pocas. Y además, éste es el barrio de la mala suerte. Todo sale mal.
- Hagamos una apuesta. Si consigo un alma antes del amanecer, me llevaré también la suya. Si pierdo, usted podrá pedirme lo que quiera.
Salzman juntó las cartas desparramadas.
- Usted sabe que lo que me propone es inaceptable... Pero acepto. Desde luego, tendré que acompañarlo para asegurarme de que no haga trampa.
Los dos personajes caminaron juntos por la oscuridad. Anduvieron por la plaza desierta. En la avenida se cruzaron con algunos paseantes que no sirvieron de nada porque ya estaban condenados.
Salzman estaba un poco perturbado: es que su acompañante matizaba el paseo con pequeñas crueldades. En la calle Yerbal le quitó la gorra a un pobre viejo, y en Bacacay le dio una feroz patada a un perrito negro. Cada tanto, cantaba un estribillo con voz de barítono.
- Almas, quién me vende el alma...
Caminaron hacia el norte y en Aranguren se encontraron con una prostituta de increíble hermosura. Era muy joven, casi una niña. Salzman estaba asombrado.
- Mire...
- Esto será fácil. La chica tiene hambre y aunque usted no lo crea, ésta es su primera noche. Puedo asegurarle que seré su primer cliente.
- Si usted lo dice... Pero recuerde que en este barrio todo sale mal.
El hombre alto dejó a Salzman esperando en la esquina y se acercó a la chica. Después se metieron en un oscuro zaguán.
- Me llamo Lilí - dijo ella -. Tráteme bien. Tengo mucho miedo.
Pasaron largas horas. La chica se derrumbó, extenuada y sonriente.
- Ya no tengo miedo.
AL rato salieron los dos abrazados. En medio de la calle, el hombre sacó la billetera. Salzman escuchaba escondido detrás de un árbol.
- Fue maravilloso. Este dinero es tuyo.
- No quiero nada. Lo hice por amor.
El sujeto dio media vuelta y con paso indignado se acercó a Salzman.
- Apúrese que es tarde.
Anduvieron por el Odeón, por Tío Fritz y por la Perla de Flores, donde un grupo de racionalistas les explicó que el pecado no existía, que el verdadero demonio es el que todos llevamos dentro y que en realidad no hay hombres malvados sino psicóticos, perversos, sádicos, fóbicos o histéricos. Al salir, el hombre rompió la vidriera de un ladrillazo. Después volvió a cantar.
- Almas, quién me vende el alma...
En la puerta de Bamboche vieron a Jorge Allen, el poeta, que por fin había encontrado la pena de amor definitiva. Salzman indicó que se trataba de un amigo y pidió que no se lo molestara con la condenación eterna. El hombre se rió a carcajadas.
- No está en mis manos condenar a ese muchacho. Los enamorados hallan en el cielo o el infierno en el objeto de su amor.
- Tiene razón - dijo el poeta sonriendo.
Salzman los presentó.
- Jorge Allen... el Demonio.
- Ya nos conocemos, pero ya que está: ¿por qué no compra mi alma? Sólo pido el amor de la mujer que me enloquece. Se llama Laura.
- Ya lo sé. Se la entregué hace un tiempo a otro fulano. Por eso no lo ama.
- Con razón, con razón...
- Puedo darle el amor de cualquiera otra.
- Ya lo tengo, gracias.
Allen se fue sin saludar. El hombre le mostró el culo a una vieja que pasaba.
Cerca de las cinco de la mañana, hartos de caminar, fueron a dar al Quitapenas de Nazca y Rivadavia. El hombre alto estaba deprimido por los fracasos de aquella noche. Se tomó cuatro cañas y empezó a contar chistes puercos.
- ¿Conoce el del japonés que va al infierno?
Salzman estaba a punto de regalarlo el alma para que se callara.
Apareció un hombre con una guitarra. Se largó con un paso de milonga en mi menor y al rato se puso a improvisar un canto.
Al ver a toda esta gente
en esta amable reunión
convoco a mi inspiración
con carácter de urgente.
Si entre el público presente
se encontrara un payador,
lo desafío, señor,
a tratar cualquier asunto,
en versos de contrapunto
para ver quién es mejor.
El hombre alto le quitó la guitarra y contestó en la menor.
Soy el diablo y por lo tanto
acepto su desafío,
sepa que este canto mío
ya ha vencido al viejo Santos.
Pero yo gratis no canto,
quiero una apuesta ambiciosa.
Pregúnteme cualquier cosa,
mas, si yo contesto, le digo:
llevaré su alma conmigo
a la región Tenebrosa.
El payador no se achicó.
Por mi alma yo se lo aceto
o si no por una copa,
no me asusta Juan Sin Ropa
pues ya ni al diablo respeto.
Pero seamos concretos,
el tema será profundo:
diga de un modo rotundo
qué siente usté en el amor
y si no invite, señor,
la vuelta pa' todo el mundo.
El diablo hizo una mueca de asco y pagó la vuelta.
A las seis en punto, pasó por el lugar Manuel Mandeb. Con aliento de azufre, el hombre alto le habló al oído.
- Le compro el alma, jefe.
- Vea, no hay nada en el mundo que me interese, salvo tener un alma. De modo que estamos ante una paradoja.
Empezó a amanecer.
- Oiga, Salzman... De hombre a hombre se lo digo... Esto no es justo: todas esas personas que hemos visto son cien veces más perversas que usted y yo juntos. Quizá sea hora de retirarme de este estúpido negocio.
- No se desespere, amigo.
- No me consuele. No olvide quién soy. Pídame lo que quiera.
Salieron de Nazca y vieron venir por la vereda a Lilí, la joven prostituta. Las luces del día la hacían todavía más hermosa. El hombre se peinó las cejas con escupida.
- De sólo verla se me encienden los siete fuegos del infierno. Tal vez no me lleve ningún alma, pero le juro que no perderé esta noche.
Salió corriendo y la encaró junto a un portón.
- Creo que estuve un poco brusco hace un rato y por eso he resuelto compensarla.
Ella lo miró con frialdad.
- ¿A qué se refiere?
- Le daré poder. Poder sobre mí.
Ahora ella miraba un cartel lejano.
- Perdón, creo que no entiendo.
- Vea, no acostumbro hacer estas cosas. Pero debo reconocer que estoy excepcionalmente impresionado por usted. Antes la traté como a todas. Ahora me gustaría tratarla como a ninguna.
La chica empezó a caminar.
- No tengo nada que ver con todo eso.
- No se vaya. Quiero estar con usted. ¿Puede entender eso?
- Sí lo entiendo, pero... Lo llamaré otro día.
- Lilí, soy yo... el del zaguán. Y para mí el único día de la eternidad es hoy.
- Pero para mí no.
- Está bien. Quizás ahora no. Digamos mañana.
- Creo que no. Estoy un poco confundida. Necesito tiempo.
El hombre encendió los ojos.
- ¿Tiempo? ¿A mí me hablas de tiempo? ¿Acaso te olvidas de quién soy?
- No sé... si no me lo explica.
- No estoy acostumbrado a dar explicaciones. Mi identidad es ostensible. Has estado conmigo y no te has dado cuenta...
- No.
- Soy Satanás, el Señor de las Tinieblas, el Príncipe de las Naciones, Lucifer, El Portador de Luz, el Adversario, el Tentador, Moloch, Belcebú, Mefistófeles, Ahrimán, Iblis... ¿Entiendes? ¡Soy el Diablo!
Hubo un trueno que hizo temblar la barriada. Ella lo apartó y lo miró con desprecio.
- Cállate de una vez, miserable gusano enamorado. ¿No ves que te estás humillando ante mí? ¿No comprendes que podría llevarte a donde yo quisiera? ¿No comprendes que podría hacerte mi esclavo, que podría obligarte a adorarme?... ¿Y sabes por qué?... Porque el Demonio, el verdadero Demonio... soy yo.
Lilí se fue canturreando una milonguita.
- Almas, quién me vende el alma...
Salzman se acercó al hombre alto.
- ¿Un cigarrillo, maestro?
- Gracias... A propósito... ¿Le debo algo?
- Por favor... Vaya con Dios.
Las tetas de Devoto
Los Narradores de Historias han inventado muchas mentiras.
Por culpa de ellos, la gente ha llegado a dudar de cosas tan evidentes como el Ángel Gris de Flores y - por otro lado - hay quienes creen en leyendas tan fantásticas como la del ferrocarril que corría entre Sáenz Peña y Villa Luro.
Sin embargo, los Hombres Sensibles de Flores creían en la palabra de los Narradores e iban todas las noches a la casa en ruinas que está frente a la estación a hacerse referir cuentos por unas monedas.
Allí oyeron hablar de Isabel, la tetona de Devoto.
La primera vez que escucharon la historia no se sorprendieron demasiado: al parecer, en Villa Devoto había una muchacha un poco rara que tenía una nube en el pecho.
Pero los Narradores se complacían repitiendo sus relatos y cada vez agregaban detalles nuevos. En una segunda versión se supo que quien veía a Isabel no podía dejar de pensar en sus tetas. Más adelante se indicó que la mujer se escapaba de los hombres y que nadie había conseguido enamorarla jamás.
Algunos meses mas tarde, ya eran varios los hombres de Flores que juraban haberla visto. Bernardo Salzman, el jugador de dados, creyó reconocerla desde la ventanilla del tranvía Lacroze, en una visión fugaz pero imborrable. Jorge Allen, el poeta, pretendía haber visto su sombra en la calle Simbrón. Manuel Mandeb la había sospechado a sus espaldas en el subterráneo pero no se había animado a darse vuelta.
En ese entonces, para los muchachos del Ángel Gris aquello era apenas un asunto picaresco. Pero una noche de noviembre, el más codicioso de los narradores, un individuo maloliente al que llamaban Letrina, contó la historia de Isabel sin ocultar nada. Y allí estaba oyendo - para su desgracia - Manuel Mandeb.
- Las tetas de Isabel son las más portentosas de la Tierra. Pero eso no es todo: el hombre que alcance a contemplarla conocerá el Gran Secreto. Entrará en posesión de las terribles verdades de la vida, el arte y el amor. Pero las tetas de Devoto no están hechas para cualquiera. Hay un sólo hombre señalado por el destino para asomarse a todos los misterios del Universo. Si otro caballero se atreviera a espiar lo que no debe, moriría en el acto. Nadie sabe quién es el hombre indicado. Isabel. sin embargo, lo espera y está segura de reconocerlo. Se dice que el hombre le dejará como regalo una herradura.
Manuel Mandeb preguntó enseguida dónde vivía semejante hembra. Pero el Narrador exigió un nuevo aporte de dinero para continuar. Ante la insolvencia general, decidió retirarse.
Para el pensador, el caso se transformó en una obsesión. Anduvo inspeccionando pechugas por todos los barrios y siguiendo los pasos de cuanta tetona se le atravesaba. Amigos desocupados lo ayudaban en su búsqueda: Ives Castagnino, el músico de Palermo; el ruso Salzman; Allen, el poeta, y Jaime Gorriti, el quinielero de Caseros.
Una tarde de diciembre, Mandeb dio con una muchacha que conocía la leyenda. Ella no pudo aportarle datos nuevos pero le dejó una pregunta inquietante:
- ¿Qué pasaría si usted no fuera el Hombre Elegido?
- No vale la pena vivir si uno no es el Hombre Elegido - contestó Mandeb -, y le arrancó la blusa.
Desde otros barrios comenzaron a llegar rumores.
Alguien sabía algo sobre una gitana de la calle Sanabria. Otros hablaban de una morocha de Villa Crespo. Pero lo más interesante fue la noticia de la extraña muerte de Lorenzo Lugo, un renombrado picaflor de José Ingenieros. Lo encontraron tirado bajo un puente de la General Paz, agonizante. Antes de morir en el hospital Pirovano, dijo cosas incomprensibles acerca de unas tetas.
Algunas semanas después, el Narrador Sucio lo aclaró todo. Lugo había pasado casualmente frente a la casa de Isabel y alcanzó a verla baldeando el patio. De pronto, en un movimiento brusco, uno de los Colosos de Devoto saltó fuera del batón y desató la tragedia.
Varias muertes y desapariciones fueron atribuidas al pecho fatal, pero era casi seguro que los Narradores exageraban.
Durante todo el verano, los Hombres Sensibles buscaron indicios y esperaron señales.
El seis de marzo, Manuel Mandeb encontró una herradura de plata.
Entonces perdió toda compostura. Andaba todo el día por Villa Devoto y tocaba los timbres de las casas haciéndose pasar por vendedor de rifas. Cada noche soñaba con Tetas Ciclópeas que nunca alcanzaban a descubrírsele totalmente: velos, sábanas y breteles le negaban la sabiduría.
Hasta que una tarde, durmiendo la siesta, tuvo un sueño diferente: vio una casa con una verja muy alta y un yuyal selvático en el frente. Era una casa espantosa y el miedo lo despertó.
Dando por suficiente el dato soñado, Mandeb hizo un anuncio solemne en la esquina de Artigas y Aranguren.
- Llegó la hora - recitó - la noche es fresca, el viento sopla desde Liniers, la luna es brillante. Y yo ya sé dónde encontrar a Isabel. Eran cinco: Manuel Mandeb, Jorge Allen, Bernardo Salzman, Ives castagnino y Jaime Gorriti.
- Esta noche, si tenemos suerte, vamos a ver las tetas más hermosas del mundo y sabremos el secreto del amor y de la vida.
Salzman, el hombre de los dados, se atrevió a una objeción:
- Si no entendí mal el cuento, aquí venimos sobrando cuatro.
- Es cierto - admitió Mandeb - solamente un hombre ha sido señalado para este asunto. Pero si entre nosotros está el elegido, ya habrá tiempo de conversar. Y tal vez la visión de uno será la visión de todos.
Los muchachos de Flores partieron rumbo a Devoto. Atravesaron todo Villa del Parque. Cruzaron las vías del Pacífico. Manuel Mandeb olisqueaba el aire y trataba de orientarse.
Anduvieron dando vueltas cerca de una hora más. A veces interrogaban a los caminantes, pero nadie supo decirles nada. Finalmente, el olfato de Mandeb - o la casualidad - los condujo hasta una calle que iba agonizando hacia la General Paz. En el rincón más oscuro de la cuadra, Manuel Mandeb pegó un salto.
- Es aquí... es aquí. Esta es la casa que soñé. Aquí vive Isabel.
Tocaron el timbre y esperaron. Pasaron como cinco minutos.
- No hay nadie...
- Tal vez no funcione el timbre... - Ives Castagnino empezó a golpear las manos. Gorriti se lució con un silbido agudísimo.
A lo lejos se abrió una puerta. Un momento después, una figura lamentable se fue acercando entre los yuyos.
El espectro llegó a la puerta. Era una vieja flaca y desencajada. El batón le llegaba hasta los pies. En la cabeza llevaba un pañuelo negro.
- ¿Qué buscan aquí?
- Buscamos a Isabel.
- Aquí no hay nadie. Váyanse...
- No mienta, señora... Sabemos que Isabel vive aquí.
- No. Aquí no hay nadie... - La vieja dio media vuelta y se fue alejando hacia la casa.
Una lechuza cantó en lo alto. Jorge Allen se santiguó.
- Es aquí - insistió Mandeb -. Esa vieja no nos quiere dejar entrar, pero es aquí.
Desde la casa llegó el sonido de un piano que tocaba el vals "Lágrimas y sonrisas".
Allen volvió a tocar el timbre. El piano calló. Manuel Mandeb tomó una decisión.
- Por una vieja loca no me voy a perder la ocasión de conocer el Gran Secreto... Vamos a saltar la verja.
Ayudándose unos a otros, los hombres de Flores salvaron los fierros oxidados y saltaron al yuyal. Caminaron despacio, sin hablar. Cada tanto, alguno se reía de puro miedo.
En algún lugar se abrió una puerta. Enseguida aparecieron ocho perros, como sombras negras y aullantes.
Mandeb trataba de razonar con los animales mediante silbidos y palabras tranquilizadoras.
- Chiquito, chiquito... bueno, bueno...
Un perro le tiró un terrible tarascón. El ruso Salzman consiguió un palo y empezó a repartir golpes a ciegas. Jorge Allen pegaba patadas con sus enormes zapatones y recibía mordiscos en los tobillos. Los hombres estaban aterrorizados. Ya casi no podían defenderse.
Desde la casa se oyó un silbido. Los perros se pararon en seco y un momento después corrieron hacia el lugar de donde habían salido.
Los muchachos de Flores quedaron tendidos en el yuyal, sucios, exhaustos, mordidos y con olor a perro.
Una sombra se acercó al grupo.
-¿Qué quieren aquí?
Era un sujeto inmenso. Un gigante. Estaba armado con un viejo trabuco naranjero.
El ruso Salzman tuvo ánimo para contestar.
- Quédese tranquilo, maestro. Venimos a ver a Isabel.
- Aquí no hay nadie - dijo el gigante -. Y váyanse, a ver si no les meto un perdigón en el balero. Mandeb metió la mano en el bolsillo y sacó trabajosamente la herradura de plata.
- Tome, tome. Esto le va a interesar.
El gigante tomó la herradura y la examinó con cuidado.
- Usted puede pasar - dijo mirando a Mandeb -. Los otros se rajan.
- Los señores vienen conmigo. Yo me hago responsable.
- Está bien. Vamos.
Guiados desde atrás por el trabuco, entraron en un pasillo con olor a humedad. Después pasaron a una sala grande y oscura. El gigante los hizo sentar en unos sillones mugrientos. Volvieron a escuchar el piano.
- Esperen aquí quietitos.
El gigante se esfumó.
Al rato apareció una figura que ocultaba su cara con una gorra de enorme visera. Sin decir nada los guió por un sinnúmero de pasillos. En uno de los corredores vieron a un perro atado. Gorriti creyó reconocer a uno de los monstruos del yuyal y le acomodó un zapatazo brutal. El animal lanzó un horrible aullido. El hombre de la gorra no dijo nada.
Durante todo el trayecto los incomodaba un hedor pestilente.
- Qué olor a podrido...
- A mí me resulta familiar.
Salzman tuvo una revelación. Con la mayor rapidez arrancó la gorra del guía.
- Miren a quién tenemos aquí...
Era el Narrador sucio, el llamado Letrina.
-¿Qué hace usted en este lugar?
- Ya lo ve. Estoy terminando de contar una historia.
Al final del último pasillo había una puerta roja. El roñoso la abrió con una llave enorme.
- Adelante.
Entraron en una habitación llena de tapices y cortinados. En el centro había una cama inmensa. Los hombres de Flores se acomodaron en unas banquetas forradas en terciopelo. El Narrador los dejó solos.
Gorriti convidó cigarrillos. Esperaron un rato en silencio, concentrados en sus heridas y en sus dolores. Ya habían dejado de fumar, cuando apareció una mujer espléndida.
-¡Isabel! - gritó el ruso Salzman -. Miren... miren qué mina.
Era en realidad una hembra notable.
- No soy Isabel - confesó -. Apenas soy Ivette.
-¿Dónde está Isabel? - preguntó Mandeb.
- Ya vendrá, ya vendrá. Depende de ustedes. Presten atención.
La mujer adelantó sus manos y con elegancia recitó:
Miren mis manos. Dicen que una de ellas
es la salud y cura las heridas.
Quien la roce tendrá valor y fuerza
en todos los momentos de su vida.
La otra mano es la peste y quien la toque
padecerá tormentos y dolores.
Ahora hay que elegir: no se equivoquen.
¿Quién se atreve a arriesgar? Jueguen, señores.
Castagnino se levantó y besó la mano derecha.
Los hombres de Flores sintieron un extraño bienestar y las mordeduras desaparecieron en ese mismo instante.
La mujer tiró de una cinta y su vestido se abrió.
Miren mis pechos: son como dos lunas
que de otras brindan pálida noticia.
Uno es la buena suerte y da fortuna
por siete años al que lo acaricia.
El otro es la desgracia, ya lo saben.
Tocarlo es desacierto y es derrota.
Vamos, señores, que en sus manos caben
la sombra y la ventura. ¿Quién se anota?
Jorge Allen se adelantó temblando. Dudó un instante y luego acarició suavemente el pecho izquierdo de Ivette.
- Acertó también el poeta.
Hubo una pequeña ovación. Los amigos se abrazaron. Ivette volvió a recitar.
Ahora les digo: miren mis mejillas
Y aquí es donde se empieza a jugar fuerte -
Se puede besar una, que es la vida...
se puede besar otra, que es la muerte.
Manuel Mandeb se levantó rápidamente. Se acercó a Ivette y le puso las manos sobre las mejillas. Entonces recitó.
Nadie vaya a copar. A mí me toca.
Yo soy el que ha venido para eso.
El jugador que apostará en tu boca
a la vida y la muerte con un beso.
Y la besó.
- Vamos, Ivette - dijo Manuel tiernamente -, Isabel espera.
Ivette lo miró con cierta melancolía. Se cerró el vestido y se fue para siempre.
Los Hombres del Ángel Gris quedaron solos de nuevo. Otra vez volvió a escucharse el piano.
Una cortina se descorrió y apareció Isabel.
Todos temblaron. Todos supieron que era ella.
Manuel Mandeb lloró de emoción o tal vez de alarma: los ojos de aquella mujer conocían - lo supo enseguida - toda su vida. Ahora no tenía ninguna duda: el elegido era él.
Isabel fue directamente hacia el pensador de Flores.
- Será un momento nada más - anunció.
- No importa.
- Tus amigos deben irse.
- Mis amigos se quedan. Han sufrido mucho para llegar aquí.
- Está bien... todos merecen el don. Pero no sé si enseñando mis pechos no los haré más desgraciados.
- Más vale ser sabio que dichoso... ¡A ver esas tetas!...
La mujer caminó hacia el centro de la habitación. Mandeb miraba ansioso. Isabel lo llamó. Lo besó en la frente y observándolo con aquellos ojos que lo sabían todo, le acarició la cabeza.
- Pobrecito...
Después, lentamente fue desabotonándose la camisa. Los hombres de Flores temblaban. Los pechos fueron apareciendo de a poco, como lunas de verano, como soles en el mar. En un amanecer de tetas saltó el último botón.
En ese momento, Mandeb comprendió que algo terrible iba a ocurrir y trató de detenerla. Pero ya era tarde: las Tetas de Devoto estaban desnudas y brillantes como estrellas.
Pero fueron estrellas fugaces.
Por un instante los hombres sintieron un dolor dulce, como una puñalada de felicidad.
Pero enseguida, un segundo después, como palomas heridas, las Tetas se marchitaron y cayeron.
La hembra fantástica envejeció de golpe y se convirtió en la vieja que habían visto antes. Las arrugas brotaron en la piel y las piernas se arquearon. La sonrisa piadosa fue una risotada de burla. Pero peor fue lo que ocurrió con los ojos. Aquellos ojos lo sabían todo, pero ya no les importaba nada.
La habitación se llenó de un vapor oloroso. Por una puerta aparecieron unos sujetos atléticos con la piel untada de aceite y armados con enormes cuchillos. Gritaban o quizá cantaban en una lengua desconocida. La vieja empezó una danza repugnante, moviéndose con lujuria y agitando las piernas surcadas de venas moradas.
Los hombres armados, sin dejar de gritar, se fueron acercando a los hombres de Flores. Uno de ellos desgarró la camisa de Mandeb y trató de besarlo en el hombro.
El pensador retrocedió rápidamente y soltó una voz de mando firme y decidida.
- Rajemos.
Castagnino apenas pudo esquivar a la vieja que le mostraba una lengua de color violeta. Los amigos huyeron por los corredores. El Narrador de Historias trató de cerrarles el paso, pero no lo consiguió. Por suerte, el gigante no apareció.
Cuando llegaron al yuyal, los cinco muchachos vieron que ya nadie los perseguía. De todas maneras, siguieron a la gran carrera mientras saltaban los fierros, oyeron el piano que seguía tocando "Lágrimas y sonrisas".
Siempre corriendo cruzaron Villa Devoto y llegaron medio muertos a Floresta. Con los ojos llenos de lágrimas siguieron caminando en silencio hasta Flores.
Sin hablar, se fueron separando. Castagnino tomó un taxi hasta Palermo. Gorriti se subió al 53 para ir a Caseros. Salzman se despidió en la puerta de su casa.
En la esquina de Artigas y Aranguren, Jorge Allen le dijo al pensador:
- Por un momento creí que de verdad íbamos a conocer el Gran Secreto... y me aterroricé.
- Quién sabe - contestó Manuel Mandeb -. Yo tengo miedo de que realmente lo hayamos conocido.
Vindicación del cholulismo
Hubo una época en que a la gente le costaba distinguir entre la vida y obra de sus ídolos. Cruzarse con el astro favorito era más importante que el casamiento de un hijo. Después, el romanticismo comenzó a morir. Y mientras los investigadores deciden si fue por causas naturales o por asesinato, el autor de las siguientes líneas inicia el rescate de los cholulos.
Para jugar, para gozar del arte o para asombrarse ante lo mágico, siempre es indispensable condescender a una amable seriedad. Los chicos disfrutan intensamente sus diversiones, precisamente porque se las toman en serio. Por el contrario, el escepticismo, el cinismo y la morbosidad analítica pueden dejarnos fuera de muchos deliciosos entretenimientos. Ninguna obra artística podría interesarnos si no aceptáramos de antemano creer en lo que se nos cuenta, aunque sepamos que es falso.
Pensemos en el teatro: sí uno razona que el hijo moribundo, la madre desesperada y el traidor asesino no son más que individuos fingiendo, difícilmente pueda encontrar emoción alguna.
El conocido racionalista de Flores, Aquiles Fabregat, que no comprendía estas cosas, solía asistir al cine Fénix de la avenida Rivadavia. En lo mejor de la película, cuando las viejas lloraban por las desventuras de Arturo de Córdova , Fabregat explicaba en voz alta que todo era ilusión óptica y que el drama que el público creía ver no era otra cosa que una serie de fotografías proyectadas por una lente. Después, trataba de impartir elementales nociones acerca del funcionamiento de la retina, aspecto que –por lo general- desarrollaba mientras lo echaban a patadas. Quiero decir con todo esto que para vivir ciertas experiencias se necesita un poco de ingenuidad.
No es que uno postule el pajueranismo intelectual de los abribocas que se desmayan ante las puertas giratorias. Pero es evidente que la perpetua demostración de perspicacia acaba por confinarnos en un mundo insípidamente real.
Así, en los últimos años han desaparecido entrañables costumbres populares, solamente porque las personas se sienten demasiados astutas para ejercerlas.
Ya no se dan serenatas. Nadie se disfraza. Nadie escribe con el dedo en los vidrios empañados. No se juega a la escondida. Nadie se asusta con las películas de terror.
En medio de este engrupimiento general, no es de extrañar que haya disminuido la cándida admiración que antes despertaban los artistas, los deportistas y las figuras famosas.
Cholula era un personaje de historieta, no demasiado popular, cuya característica era la demasiada atracción por las estrellas de cine. Con el tiempo, los periodistas empezaron a llamar cholulos a todos aquellos que manifestaban tendencia a deslumbrarse ante la fama. A mí me parece que el remoquete encierra mucho desprecio. Y denuncio que su uso se extendió cuando ya los cholulos estaban en minoría. Antes de eso, cuando todavía existía esta desagradable palabra, el cholulismo conoció su momento de auge.
Los artistas no eran entonces personas de carne y hueso, como se nos miente ahora. Tenían categoría de semidioses. Los actores no podían salir a la calle sin producir un batifondo. Alberto Castillo y Jorge Vidal obligaban a cortar el tránsito. Las señoras comentaban los romances de Zully Moreno o Laura Hidalgo como si fueran asuntos de interés nacional. Cuando Isabel Sarli asistía a los estrenos, sus fanáticos se esmeraban para terminar de desnudarla.
Haberse cruzado alguna vez con Miguel de Molina era un episodio más conmovedor que el casamiento de un hijo.
Cierto es que algunos astros lamentaban la intimidad perdida. Al parecer, les resultaba imposible ejercitar cualquier actividad – aun las más personales – sin ser ovacionados por la multitud.
A veces la gente no alcanzaba a distinguir los límites entre la vida y la obra artística de sus ídolos, cosa que – de paso – constituye el ideal del romanticismo. Cuando las compañías radiales de Héctor Bates salían de gira por los cines, los actores que hacían los papeles de malvados debían soportar los insultos y los coscorrones de un público ingenuo y justiciero. Tanta arrebatadas expresiones no siempre fueron hijas del caos y el amontonamiento. Algunos fanáticos ordenados procuraban encauzar el entrevero y darle forma institucional. Así nacieron los clubes de admiradores.
Las tareas cotidianas de estas instituciones son para el que escribe un absoluto misterio.
Sin embargo, puede adivinarse que repartían fotografías, que mantenían correspondencia con las revistas y hasta es posible que existieran comisiones destinadas a conseguir prendas y recuerdos de la figura amada. Cabe imaginar la instalación de vitrinas para exhibir corbatas, botones, medias, camisas, zapatos, guantes, mechones y calzoncillos de origen estelar.
No todos los clubes habrán sido iguales. Pedrito Rico o Palito Ortega deben haber inspirado entidades poderosísimas. Humildes serían las instituciones para exaltar a Lalo Fransen o a Adolfo Pérez "Pocholo".
Organizarse en grupos para admirar es –nadie lo dude- propio de espíritus nobles y desinteresados. Así lo entendió el polígrafo y pensador de la calle Artigas, Manuel Mandeb. El hombre, cautivado por la generosidad de estas iniciativas, resolvió –como siempre- ir un poco más lejos. Así surgió el Club de Admiradores. Como su seco nombre lo señala, la entidad no propugnaba ninguna admiración particular, sino una actitud admirativa general y filosófica. Noche a noche, los socios se reunían para maravillarse ante cantores, guardavallas, sastres, héroes, santos y bandoleros. Se admiraba la claridad de una luna, el color del último vagón de los trenes de carga, las carambolas de Ezequiel Navarra, el olor de las panaderías y el diseño mágico del siete de oros.
El club de Mandeb desapareció por sus propósitos demasiados amplios y por la falta de pago del alquiler de sus oficinas.
Los Refutadores de Leyendas, que odiaron siempre a los cholulos, eran más proclives al rechazo que a la exaltación. Con toda insidia promovieron la fundación de clubes rechazantes, que muy pronto prosperaron en la ciudad.
El Club de Rechazantes de Antonio Prieto, sin ir más lejos, organizaba reuniones en las que se proferían toda clase de denuestos contra el cantor chileno. Muchas veces los socios asistían a los recitales para silbar o sencillamente para no aplaudir.
Los Refutadores siempre han creído que el rechazo es señal de inteligencia. Hoy en día se tropieza a cada paso con personas que se reputan lumbreras en virtud de su disgusto por Héctor Larrea. Y, en rigor de verdad, hay profesionales y pensadores que fundamentan su carrera en el sistemático rechazo a cualquier cosa.
Pero volvamos a los buenos cholulos. Un deporte que practicaron con tenacidad fue la caza de autógrafos. Esta disciplina encuentra soporte en el error de confundir a las personas con su firma. Como quiera que sea, los cazadores de autógrafos existieron y existen en todo el mundo. A principios de siglo la firma de Bernard Shaw se cotizaba en 50 libras. Se cuenta que Shaw liquidaba sus deudas entregando cheques por sumas inferiores a esa cantidad. De este modo, nadie se presentaba a cobrar al banco: era más negocio vender los cheques como autógrafos.
En nuestros días asistimos a un nuevo cholulismo. El de los intelectuales y el de los funcionarios. Por supuesto que esta gente no persigue a los cantantes de boleros. Más bien se amontona en torno a los escritores y políticos, particularmente si son extranjeros. Lejos de criticarlos, me atrevo a saludarlos. Junto a las pelandrunas que siguen a Menudo, son los últimos admiradores ingenuos que nos van quedando.
Pese a estas expresiones tardías, presiento que el cholulismo es una causa perdida.
Mala señal es avergonzarse de los sentimientos. Mala señal es apostar al aburrimiento de los sabelotodos. Mala señal es el temor al ridículo. Porque quien teme al ridículo está perdido para toda acción heroica.
domingo, 29 de abril de 2007
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