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domingo, 29 de abril de 2007

UMBERTO ECO - Reseña a las Apostillas a El Nombre de la Rosa

Fiel a su lema "sólo se hacen libros sobre otros libros", Umberto Eco, profesor de Bolonia, relata en estas deliciosas Apostillas cómo escribió su novela El nombre de la rosa (publicada por primera vez en Italia en 1980), "con un 20 por ciento de inspiración y un 80 por ciento de transpiración".
"Escribí porque tuve ganas", dice, "impulsado por una idea seminal: envenenar a un monje". Ya en el introito de la novela había dicho que "es posible escribir por el puro deleite de escribir", tesis importante en su momento en Europa, donde por mucho tiempo se procuró circunscribir la escritura a la propaganda de lo inmediato ("Vote a De Gaulle", "Váyase a hacer la revolución a Indochina", "Tome Coca Cola", etc.).
Se puso entonces a buscar los apropiados venenos, conventos y monjes y los halló en la Edad Media, que conoce al dedillo y aprecia mucho porque allí se engendraron "desde la democracia comunal hasta la economía bancaria", desde las monarquías nacionales hasta las rebeliones de los pobres, todo lo cual constituye "nuestra infancia a la que siempre es necesario volver" para estudiar los fenómenos anteriores a nuestros males. Bromea sobre el presente diciendo que solo lo conoce "a través de la pantalla de la televisión".
Del minucioso trabajo de investigación también dan cuenta las diez estampas medievales rotuladas con frases de la novela, obtenidas de antiguas iglesias y manuscritos de la época.
Mucho meditó hasta descubrir a Adso de Melk, el monje narrador en primera persona que le sirvió de máscara para dar rienda suelta a la pluma, con la variedad de puntos de vista resultante de contar a los 80 años lo que vio a los 18, incluyendo su primer amor en la cocina a oscuras. Ad effectum coitus, el propio Eco se transmutó en un puro "juego de ojos y dedos" sobre la máquina, "como si hubiese decidido contar una historia de amor tocando el tambor", con citas de textos religiosos resultantes de asimilar el éxtasis místico al éxtasis erótico.
Admirador de la poética aristotélica y la novela bien "amueblada", dedicó el primer año de su trabajo "a la construcción del mundo", para lo cual calculó y escrutó hasta las manchas de la camiseta de Santa Margarita. Así, en la novela, al ver la maravillosa arquitectura de la Abadía, Adso pudo decir: "Alabado sea nuestro Creador, que ha establecido el peso y la medida de todas las cosas".
Transitó por numerosos laberintos hasta que encontró el que quería, al que no obstante debió abrirle troneras para darle la buena ventilación requerida por el resplandeciente final que, éste sí, iluminó su mente desde el principio. Explorador y baqueano a la vez, el artista sabe de movida adónde quiere ir a parar.
Como si esto fuera poco "quería que el lector se divirtiese, al menos tanto como me estaba divirtiendo yo", para lo cual ajustó al milímetro una intriga detectivesca (paródica, como las de Borges), batió a punto de coágulo las últimas gotas de sangre y construyó "su lector" con un rito iniciático durante las primeras cien páginas para tenerlo luego a su merced hasta la última página, incluso al revelarle los trucos de que se valió para atraparlo.
En verdad, logró todos sus objetivos. Ricardo Pochtar, traductor también de la novela, parece razonablemente leal, y aunque tradujo en España, también es legible entre nosotros, quizá porque el original era italiano. La primera edición italiana de las Apostillas data de 1983, Lumen la editó luego en España y De la Flor la puso ahora al alcance de nuestros bolsillos.
Se trata, pues, del amenísimo relato de la aventura apasionante de hacer esa novela. Pero también de un breviario de poética modelo 1980. Así, nos cuenta que hacia 1963 y 1965 hubo polémicas sobre los experimentos artísticos de la primera mitad de nuestro siglo, experimentos que a juicio de los polemistas divorciaban al arte del público masivo.
Cuenta también que algún polemista norteamericano - urgido, se nos ocurre, por la competencia de los "mass media"- promovió el retorno a viejos libros que en otros tiempos tuvieron consumo masivo, creyendo que su aceptación residía en la propaganda conservadora que contenían y no en las técnicas. Estaba preocupado por los modernos aparatos de propaganda (diarios, cine, radio, televisión) que producen "analfabetos lobotomizados". A nuestro juicio, también aquellos libros perdieron su alcance masivo, porque si de lobotomizar se trata, la TV lobotomiza mejor.
A Dios gracias, este no fue el caso de Eco, quien en las Apostillas alcanza a señalar el problema y ponerlo en condiciones de resolverlo como, de hecho, lo hizo en El nombre de la rosa, que "es una máquina de generar interpretaciones", un despertador de ideas, divirtiendo a la vez, nada más que con palabras.
Alfredo Becerra


Título original de esta reseña: «Eco y los bordes de una escritura», La Razón Cultura (Buenos Aires), 9 de noviembre de 1986, p. 7, cols. 1-3.

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