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domingo, 29 de abril de 2007

EL FERROCARRIL EN VILLA PEÑAROL

EL FERROCARRIL EN VILLA PEÑAROL
PATRIMONIO INDUSTRIAL / CIRCUITO Y PASEO HISTORICO
Introducción: Un relato como base


Una murga, el Ford T, el viaje a la luna, el arribo de Colón a América, la Escuela del Sur de Torres García, un partido político, una pareja, un hijo, un cuadro de fútbol, la Coca-Cola y lo que se quiera poner existen porque alguien hizo de ellos un relato que encontró eco.
Lo que sigue es también un relato, con la finalidad de atraer voluntades para evaluar la formulación de un proyecto de desarrollo económico a partir de bienes culturales, viable, que conjugue: vigencia patrimonial; generación de empleo; alternativas de entretenimiento con temperamento y tradición; reparación de identidades desgarradas y prestación de conocimiento socialmente valioso, así como sostenible económicamente.
Es un relato sobre el barrio de Peñarol, el cual posee, en un perímetro de cinco cuadras, casi el 10% de los bienes inmuebles de Montevideo afectados como patrimonio nacional.
El Ferrocarril en Villa Peñarol. Patrimonio industrial. Circuito y paseo histórico
La historia es esta.
Es sábado. La familia que vive en Pocitos hoy no va ir a ningún shopping, como de costumbre. Ya tienen programa: van a ir a un lugar que queda en el extrarradio. Es más, casi no van a usar el auto.
Se levantan, desayunan, sienten algo especial, no saben bien qué. Van a ir al encuentro con la historia, a una “película”, pero no filmada en Hollywood sino en Uruguay, hace más de un siglo. Están todos listos.
Suben al coche y de Pocitos al Centro ponen quince minutos. Llegan a la ESTACIÓN CENTRAL DEL FERROCARRIL, construida en 1897. El jefe de familia que viene manejando saca los tickets que compró en un local de la misma red que vende para espectáculos. Un acomodador de coches e integrante de una agencia de seguridad le indica dónde debe estacionar: se trata de una zona perfectamente delimitada que luce los colores identificatorios del paseo turístico patrimonial, esos que se repiten en el uniforme del acomodador de coches, gris como los de los guardas del ferrocarril de los ingleses, con su gorra armada y el emblema del CUR (Central Uruguay Railway)..Estacionan y los cuatro ingresan a la boletería de la ESTACIÓN CENTRAL, que está restaurada tal como los ingleses la dejaron. Visitan el salón del directorio del CUR. Para ello suben unas anchas y austeras escaleras de mármol blanco que resaltan como los ojos en la cara de un negro. Ingresan a un amplio patio iluminado naturalmente por la luz que se filtra a través de una claraboya grande. Ven el salón del presidente: maderas de líneas claras y diseño austero pero muy sólido dominan el ambiente; escritorio de madera, silla reclinable (la prehistoria de Herman Miller), sillones tapizados de cuero duro con formas antiguas y sobrias. Todo es sobrio y sólido, como el ferrocarril, como lo inglés, como la estética industrial: contundente, pensado “para toda la vida”, lo opuesto a lo descartable y a lo light, diet, soft, atributos de la contemporánea era post - industrial.
Una guía vestida con el uniforme del Ferrocarril les cuenta cuándo se fundó, cuándo pasó a ser del Estado uruguayo. Bajan de nuevo al hall. Antiguamente se expendían cada día miles de boletos de cartón duro. Cuando van a pasar al espacio que queda entre el hall y los andenes, les cambian los modernos y descartables tickets hechos en computadora por unos boletos iguales a aquellos de cartón duro, contundentes, porque hasta un boleto debía ser para toda la vida.
Al levantar la cabeza ven el reloj, que funciona. El avisador, que no es electrónico sino como el antiguo placard del Estadio Centenario (donde se jugó el primer mundial de fútbol), indica el destino y los horarios de los viajes. El viaje histórico, a la segunda revolución industrial, ya ha comenzado. Papel de fumar Olla, Alpargatas, Buena Estrella y otros anuncios impresos en chapas esmaltadas decoran, como lo hacían en la época en que las estaciones de ferrocarril estaban pobladas por estos carteles. En un almacén improvisado se vende gofio, maní, garrapiñada, alfajores artesanales, pasteles y tortas fritas. También postales con fotos históricas de la Estación y de las distintas locomotoras y vagones. Un niño vestido como a principios del siglo XX utiliza un andador (aro) y cuatro púberes juegan a la payana, en un ángulo, destacados. Los niños que se aprontan para el viaje se acercan y un mayor les explica el juego. A la distancia se ven los vagones y un poco más lejos el símbolo de la segunda revolución industrial: la locomotora. Es el momento de pasar a los andenes. Los salones de madera están listos, impecables. Un poco más de un centenar de personas se aprestan a subir, pero antes todos quieren ver de cerca el “caballo de hierro”.
Es la hora de partir; se siente el chillido del vapor que se expande desde el alma de hierro. Tres sonidos indican, a modo de ritual, el arranque: primero el de una campana de bronce, luego el silbato del guarda como un árbitro dando comienzo al partido y por último el sonido del pito de la locomotora. Empiezan a moverse.
El guarda pasa por todos los vagones y marca los boletos arrancándoles un triangulito con una pinza especial, les entrega un pequeño mapa con el itinerario de las estaciones y referencias geográficas importantes, como el Prado, el arroyo Miguelete, etcétera. Camina anunciando en voz alta —como siempre se hizo— el nombre de la próxima estación, Carnelli, originariamente denominada Bella Vista.
Hacia el exterior se pueden ver el puerto, la Torre de las Comunicaciones, el Palacio de la Luz, la Central Batlle, fondos de viviendas, el desprolijo follaje de la naturaleza que crece al costado de la vía: cañas, pastos, la silvestre enredadera taco de reina, en suma, paisaje de arrabal, de tango (“… todo, todo se ilumina cuando ella vuelve a verte y mis viejas madreselvas están en flor para quererte…” Arrabal amargo. Gardel – Le Pera).
Atrás quedó Carnelli, lugar de maniobras y de los primeros talleres que instalaron los ingleses, antes de los de Peñarol, así como el antecedente de la ESTACIÓN CENTRAL GENERAL ARTIGAS. El guarda pasa por los vagones anunciando que Yatay (nombre capicúa) es la próxima estación. La locomotora emite unos pitazos. (“Ella esperaba en Yatay una luz anaranjada, una motora capaz de pasearla una semana…” de Autoblues de Fernando Cabrera.)
El paisaje es más suburbano. Se divisa el arroyo Miguelete, se pasa por debajo del viaducto de Belvedere, un pedazo del Prado se deja ver. El guarda recorre de nuevo los vagones y anuncia que la próxima estación es Sayago. Si se está de espaldas al sentido en que avanza el tren, el predio de la Facultad de Agronomía aparecerá a la derecha, y a la izquierda una fábrica de portland que tanto contaminó a la zona en el pasado. “Próxima estación: Peñarol. Destino”, anuncia el guarda.
La estación se muestra refaccionada, con el telégrafo, la ventanilla para sacar boletos, la cartelería y los colores típicos (gris y negro), el local de encomiendas, los anuncios de la época, esos que hoy nos parecen naïf. Un guía muestra estos elementos. Los visitantes se dirigen a la casas de los directivos de la época de los ingleses. Hay dos casonas que eran de los gerentes y unas siete u ocho de funcionarios de jerarquía, todas ellas distribuidas en las aceras de una cuadra. Se ingresa a una de las casonas. Está ambientada tal como cuando la habitaban los empresarios que jugaban críquet y polo en los campos de Peñarol, además de regentear el ferrocarril. Es como el Museo Romántico de la Ciudad Vieja, pero más entretenido porque está dentro del contexto de una geografía histórica, que existió y existe en la transmisión.
Ahora, una breve procesión hasta el puente de la calle Morse. El nomenclátor de Peñarol es predominantemente inglés: Watt, Edison, Shakespeare, Franklin, Hudson… son los nombres de la calles del barrio que fue creciendo y tuvo su identidad en torno al ferrocarril. En el origen estuvieron las quintas y los viñedos, y aquel pionero piamontés, oriundo de Pinerolo, cuya insistencia en recordar su lugar de origen terminaría dando nombre a Peñarol.
Desde encima del puente que cruza la vía se puede ver, a un lado, la estación de Peñarol; hacia el otro, la vista se pierde en el continuo de los rieles que vienen de la ESTACIÓN CENTRAL. Al bajar del puente se destaca la escuela, y enseguida algo muy impactante: dos manzanas de casas construidas por los ingleses para el personal obrero, las que se denominan “las casas de la compañía”. Están habitadas. De una simetría hermosa y austera, en la calle Rivarola parecen formar parte de un paisaje de un cuadro de De Chirico. Se puede ingresar a una de ellas, que se mantiene como testimonio: cocina económica (a leña), aljibe, camas de bronce, etcétera.
De ahí al plato fuerte. A menos de una cuadra se encuentra el taller fundado en 1891 y que empleó a más de tres mil quinientas personas. Un silbato, como si fuesen las seis de la mañana o las dos de la tarde, suena (como lo hacía en aquellos días de industria) dando la bienvenida a los visitantes. Se ingresa entonces en una aventura industrial. La escenografía es similar al a la del taller de la película La tierra prometida, de Andrzej Wajda: fraguas, tornos, pescantes, bombas y un sinfín de elementos para mostrar “en acción”, que dan para una visita de más de una hora y media.
Tras un descanso y después de tanto ambiente industrial se pasa al CENTRO ARTESANO, lugar donde nació el Club Atlético Peñarol, cuyo antecedente es el Central Uruguay Railway Cricket Club. Allí hay un museo del origen del fútbol en Uruguay: la camisetas del Albion, la del CURCC, la de Nacional y de los equipos que competían en aquellos tiempo de juego amateur, así como balones de fútbol, fotos de la época y recortes de prensa. Algo sencillo pero contundente. Se ofrece merchandising sobre todos los temas: fútbol, ferrocarril, locomotoras, arquitectura de los ingleses, etcétera. Se almuerza en el CENTRO ARTESANO con precios variados.
Después del almuerzo, en el viejo cine se puede ver un documental de media hora que condensa todo lo vivido en la visita, como si fuera un epílogo. De ahí se va a la estación, que queda a menos de una cuadra, para retornar en tren. Se regresa a la ESTACIÓN CENTRAL luego de más de cinco horas de paseo patrimonial. Se ha dejado dinero en un barrio como Peñarol, que recupera así su vínculo desgarrado con el pasado, vuelve a generar empleo y a adquirir valor y notoriedad gracias al rescate temático histórico.
Epílogo
También es una cuestión de valores como integración, generación de dinamismo económico, etcétera. ¿Cuántos montevideanos y uruguayos conocen Peñarol? ¿Qué saben los más jóvenes (y también los otros) sobre la revolución industrial, la máquina a vapor, los talleres industriales? ¿Qué legado, qué historia, qué relatos dejamos para las próximas generaciones? Cuando se habla de turismo cultural ¿de qué estamos hablando concretamente? Tener una ciudad integrada significa tener razones para circular y visitarla en sus distintas zonas. Esta es una forma de plasmar la necesaria descentralización.
Hoy, al Uruguay vienen extranjeros a pasear en tren (que pagan por ello y arriendan hotel y demás) porque la locomotora nº 120, reconstruida por el Centro de Estudios Ferroviarios, es una las cinco más antiguas que están en funcionamiento en todo el mundo. Si con una locomotora y unos salones reconstruidos exclusivamente con el esfuerzo y el dinero de privados sin fines de lucro ya se genera atención internacional, ¿qué puede llegar a generar un circuito patrimonial y turístico como el propuesto?
Los empleados de este paseo serán todos jóvenes habitantes de Peñarol. Esto significa entre otras cosas desarrollo local y recuperación de identidad desgarrada.
Así como Bilbao pasó de ser una ciudad deprimida —luego del cierre de la industria siderúrgica— a una ciudad dinámica y floreciente con la instalación del Museo Guggenheim, Peñarol (y la zona norte de Montevideo) puede tener en este circuito un motor para un nuevo desarrollo económico y social sostenible, basado en bienes culturales.
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Investigación y textos:
Manuel Esmoris | IMM Departamento de Cultura

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