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domingo, 29 de abril de 2007

Sobre la destrucción de libros

Sobre la destrucción de libros
Por Fernando Báez (*)

Dedicado a Guillermo Schavelzon, con amistad

I
Los primeros libros de la humanidad, elaborados en la región mesopotámica de Súmer, fueron aniquilados hace unos 5.330 años. Esto quiere decir que fueron destruidos desde el primer momento de su creación. La biblioteca de Alejandría, la más importante de la antigüedad, fue devastada. La biblioteca de Pérgamo quedó en ruinas. Las bibliotecas romanas desaparecieron todas en diferentes incendios. En el año 213 a.C., todos los libros de China fueron quemados por órdenes de un emperador. La Inquisición española destruyó miles de ejemplares de textos científicos y de magia. Los nazis destruyeron miles de obras de los autores más representativos de la Europa del siglo XX. Los aviones aliados arrasaron millones de libros de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Los serbios aniquilaron millones de textos tras la disolución de Yugoslavia. Los talibanes destruyeron todas las bibliotecas de Afganistán... La novela "Versos satánicos" de Salman Rushdie ha sido perseguida y destruida por musulmanes en todo en el planeta desde su publicación en la década de los ochenta... ¿A qué se debe esto? ¿Por qué el ser humano destruye libros con tanta persistencia? Estas preguntas son las que voy a intentar responder aquí.
El psicoanalista lacaniano Gérard Haddad, autor de Los biblioclastas (1993), escribió que la destrucción de libros ocurre porque el libro es la materialización del Padre simbólico freudiano. Con esta premisa, que hace de una obra el padre del cual es hijo un determinado pueblo, él asume dos posiciones para explicar la destrucción de libros. Si se come un libro, es para recibir la aptitud que éste contiene como elemento de generación, para poder engendrar. Si se quema, por el contrario, es para negar su paternidad, rechazar la función de ser padre: El auto de fe actúa en forma velada y extrema el odio y el rechazo al Padre. El odio al libro, señala Haddad con enorme inteligencia, desemboca, no pocas veces, en el racismo, pues el racismo más que el color de la piel, niega el libro de otra cultura, entendida como acto de generación de otro pueblo.
Lejos de esa interpretación, que respeto, mi respuesta -o para decirlo mejor, mi presunción-se orienta en otra vía. Creo que la destrucción de libros, fenómeno cultural ascendente, es causada por un instinto o impulso destructor característico de la naturaleza humana. Hay, como sabemos, instintos que han signado a los animales, y entre éstos, a su ejemplar más evolucionado, al hombre. Definidos por el genoma en cuanto a su estructura; definidos socialmente en lo relacionado con su contenido, los instintos han servido a diversas tendencias de reafirmación y adaptación. El instinto de comer pretende mantener la vida, el instinto sexual pretende la reproducción y el placer. El instinto destructor, en cambio, es un impulso agresivo que sólo se satisface en la aniquilación de la racionalidad de quien no avala o no pertenece a los dominios de la propia. El instinto destructor pretende romper, devastar cualquier facción que lo obligue a confrontarse. En el punto más profundo de este odio por lo "otro" subyace un rencor contra todo lo que exista de manera diferente por las consecuencias que implica la sola posibilidad de la comparación.
La destrucción de libros no es una venganza de los instintos contra la cultura por las regulaciones que ésta le impone, como lo señalaba Sigmund Freud en "El malestar de la cultura", ni es una mera respuesta biológica porque no se trata de ir en busca de alimentos sino de atacar creaciones culturales. Es otra cosa: es algo peor, es algo que hubiera sorprendido al mismo Freud, pues el instinto destructor es un instrumento biológico que orienta el sentido de reafirmación cultural de una comunidad. El instinto destructor es cultivado socialmente, desarrollado en la madurez individual, y su grado de daño responde a las expectativas sociales de quien lo ejerce. Ningún individuo o sociedad destruye o mata sino aquello con lo que no quiere dialogar. Es el monólogo más radical de la acción vital. Destruir un libro es negarse al diálogo que supone la razón plural de éste.
Lo interesante es que sólo se puede destruir lo que existe, lo que ha sido creado. No se puede destruir lo que no tiene existencia. Sólo en sentido figurado se habla de destruir una reputación o de destruir un ideal. En verdad, la definición básica de destrucción contempla varios términos que describen el acto desde su propia representación. De forma curiosa, quien destruye acepta que las cosas existen, que puede pensarlas y que tiene control sobre ellas. Esa confianza en la onticidad del mundo, y en su lógica, es la que le permite pensar que no hay necesidad de la pluralidad. Para constituir conceptos, el hombre debe reducir las cosas a la lógica, y la lógica es geométrica y aritmética, pero cuando se reducen las cosas hay que separarlas de su contexto e insertarlas dentro de otro. La unidad que se logra para hacer dominable su entorno tiene como consecuencia el olvido de cientos de detalles que sólo pueden ser asimilados mediante un acto de distracción del pensamiento. Y, en la vida real, forzar la unidad del mundo, transformar lo óntico en lógico, supone algo terrible, porque supone que el hombre desestima todo aquello que no se subordina a su ideal de comprensión, que es el que sostiene su conducta.

II
En la destrucción de libros, me atrevo a hablar de una causa directa, que es el instinto, porque he revisado con atención todo el proceso neurológico involucrado. Descrito de forma sucinta, es posible encontrar una secuencia que parte de una identificación, en los niveles conscientes, del objeto, que en este caso es un libro. La evaluación cognoscitiva a través de imágenes disposicionales no es inmediata porque lo que se examina es la representación no del objeto por su estructura física sino por sus contenidos. Asimilada la diferencia, hay una reacción de aversión simultánea.
El instinto destructor, un mecanismo preorganizado de respuesta, probablemente relacionado con algunas de las funciones básicas del sistema límbico del cerebro, recibe fuertes estímulos una vez que resultan evaluadas las señales de información contenidas en los nervios periféricos sensoriales y motores, en el sentido de que un determinado libro o conjunto de libros o estructuras culturales, representa(n) una voluntad de expresión que no corrobora(n) o que pone(n) en duda la suya.
El instinto destructor, al ser conservador, y estar, por así decirlo, sintonizado con la configuración de respuesta más primitiva del hombre, predetermina un estado de comportamiento proclive a la eliminación del otro valor cultural, y promulga o impulsa el fortalecimiento de la concepción general que se posee de una manera tal que se ataca la esencia misma del intelecto que gestó la otra producción cultural. Aquí tiene un valor importantísimo la suprarregulación que sólo es despertada cuando la fuerza de voluntad es superior al instinto.
La pauta innata del instinto destructor se revela en la medida en que destruye y su finalidad sólo puede ser entendida a partir del impulso que promueve una emoción y una acción física violenta. La emoción, como lo destaca su etimología, es un movimiento hacia fuera y esencialmente tiene una connotación de reafirmación o viceversa.
Finalmente, el libro o los libros son destruidos por diversos medios y ocurre un proceso de liberación que pasa de emoción a sentimiento, y se traduce como satisfacción. El acto mismo construye los espacios de sus propios dominios.

III
La estructura de la razón no es lingüística; está basada en imágenes transmitidas como impulsos eléctricos o químicos en las neuronas del cerebro. Llamamos razón a la capacidad de pensar y elaborar inferencias coherentes, pero los contenidos del pensamiento son meras imágenes disposicionales, como lo han demostrado fehacientemente distintas investigaciones neurológicas. No pensamos con palabras, pensamos con imágenes y los límites de estas imágenes no los establece la lógica sino algo más profundo, como la física. El contenido del pensamiento humano es una antología de imágenes que pueden ser de naturaleza perceptual o rememorada. Dentro de este esquema, el instinto destructor es una compilación de imágenes dispuestas como órdenes directas de regulación para confirmar un sentido de supervivencia específico.
Quien(es) destruye(n) un libro lo hace(n) porque cree(n) amenazada su(s) categoría(s) vivencial(es). El instinto de destrucción es, por tanto, proteccionista. El hombre no hubiera inventado el lenguaje si no hubiera sido porque reafirmaba su condición de supervivencia y su sentido de dominio social; el hombre destruye libros por la misma razón.
A esta actitud destructiva está asociada la consolidación del dogmatismo y de una tesis filosófica conocida como "Monismo". Aunque de cacofónico nombre, el "monismo" parte de la idea de que todo procede de un solo ser y la pluralidad es deleznable. El monismo reduce (biológica o espiritualmente) todo a una ontología sin comillas, perseverante en su creencia de que la unidad es el bien y la pluralidad es el mal. El destructor de libros es, en todos los casos, dogmático, porque se aferra a la sospecha de que su concepción del mundo, aséptica y uniforme, es indestructible e irrefutable, una especie de absoluto de naturaleza autárquica, autofundante, autosuficiente, infinita, única, atemporal, simple y expresada como pura actualidad no corruptible. Ese Absoluto implica una Realidad Absoluta. No se explica: se aprehende directamente por revelación.
El instinto destructor, de condición biológica, pero que sólo puede activarse socialmente, sólo orienta la destrucción de lo que considere una amenaza, y entender ese hecho se ha visto como una revelación que refiere una verdad total y necesaria. No hay que olvidar que los destructores más célebres han sido grandes constructores: los destructores, además, poseen su propio libro y piensan que no necesitan de ningún otro. Su libro es eterno; el resto de los libros son producto de la historia.

*******
¿Qué significa esto? No mucho. En este tema, todo es una conclusión y todo comienza en cualquier parte del problema. La destrucción de libros está dirigida obviamente a fundar un orden reduccionista y selectivo, un estado político no consensual. En un mundo donde el libro no es el libro sino todo lo que lo rodea (su autor, su grupo, su raza, su país, su continente), su aniquilación favorece un instrumento de intimidación: no olvidemos que lo que se niega al destruir los libros es su estructura o identidad. Los libros, por decirlo de alguna forma, son las casas de las ideas, y su eliminación expone a la intemperie todo anhelo genuino de pluralidad o libertad. Nada menos. O nada más.


(*) Fernando Báez (baezfer@hotmail.com) . Presidente de la Sociedad de Estudios Aristotélicos de Venezuela. Labora en el Despacho del Rector de la Universidad de Los Andes (Mérida, Venezuela). Adscrito como investigador de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas. Es autor de "Aproximaciones" (1991), "Alejado" (1993), "El Tractatus Coislinianus" (2000), “La ortodoxia de los herejes” (2002), “Los fragmentos de Aristóteles” (2002) y “Todo el sol de las sombras” (2002). Textos suyos han sido traducidos al inglés y al italiano. Se ha desempeñado como Director del Diario Correo de Los Andes, Director de la revista “Ser”, Director de la revista “Aleph”, Director del semanario “Hoy Viernes”, asesor general del INCE, Secretario Privado del Ministro de Sanidad y Asistencia Social, Director de Publicaciones del MSAS. En el 2000 fue reconocido por el Foro Borgesiano en el rubro de ensayos, con la consiguiente publicación de su texto “Borges y el pensamiento” en el volumen “Ensayos borgesianos” (Buenos Aires). Ha recibido condecoraciones como la Orden 16 de septiembre de la Gobernación del Estado Mérida por sus méritos en el campo de la filosofía y la literatura venezolana. Miembro del Consejo de Redacción de diez revistas venezolanas y latinoamericanas. Es colaborador permanente de periódicos nacionales e internacionales, impresos o electrónicos, de Caracas, Mérida, Maracaibo, Los Angeles, New York, Québec, Madrid, Palma de Mallorca, Tenerife, Barcelona, Rosario, Ciudad de México, Lima, Santiago, Roma, Bogotá, Medellín, Popayán, Berlin. Domina el inglés, alemán, el latín y el griego clásico, idiomas en los que ha traducido a diversos autores.

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